Notas breves de anatomía. Impacto indirecto de la Ley 27.401 sobre la responsabilidad de los directores y gerentes.

 

 

 

Por Diego Martínez

 

La entrada en vigencia de la ley de responsabilidad penal empresaria por corrupción ¿cambia el marco de responsabilidad penal de directores y gerentes?.  Dicho de otro modo sólo para jorobar, ahora que es posible maldecir el alma societaria ¿sufrirán más patadas los órganos del cuerpo?.

El interrogante aparece de cuando en cuando en los debates profesionales sobre la aplicación de la Ley 27.401. Genera murmullos, hormigueo y movimientos en la silla en las reuniones de sensibilización a directores.

A menudo recibe una respuesta correcta desde lo jurídico pero insuficiente para atender la lógica y humana preocupación de quienes -sin despreciar los riesgos emergentes para la propia empresa- dedican un pensamiento consternado al blindaje de sus propios traseros.

Dicha respuesta es más o menos la siguiente: la ley de responsabilidad empresaria por corrupción solo posee efectos sobre las personas de existencia ideal. Las sanciones por los delitos asociados a la corrupción, las reglas para imputarlas y perseguirlas se mantienen, para las personas físicas, inalteradas. Ya existían, ya debían ser un motivo de preocupación entonces, deben seguir siéndolo.

 

¿Fin del asunto?

Creo que se puede admitir la corrección de esa respuesta y aun así subrayar algunas consecuencias indirectas que la Ley proyecta sobre las personas físicas que integran la empresa. Especialmente sobre aquellas que la dirigen o intervienen de manera relevante en la formación de la voluntad societaria. No necesariamente consecuencias legales.

Creo que hay circunstancias que incluso como mero impacto práctico merecen cierta consideración.

Me propongo explorar brevemente algunas:

 

Estándar de diligencia: La ley representa un claro mensaje a la comunidad empresaria. Contar con un programa de integridad no es obligatorio, pero para protegerse frente a posibles riesgos es altamente conveniente contar con uno. Y no con cualquiera sino con uno adecuado. ¿Quién debe recoger ese guante sino el órgano de administración?. No es difícil ver ese tener o no tener un programa como una nueva medida, bastante lógica, de la diligencia del buen hombre de negocios, vara general para evaluar la performance de la actuación del directorio en interés de la empresa. Quien descuidara la cuestión estaría desprotegiendo a la sociedad ante a riesgos serios. Si las cosas fueran mal, bien podría responder ante ella por su mala praxis.

 

Componente del deber de cuidado: sin ganas de sumergirme hoy en las aguas oscuras de la dogmática penal (la verdad es que nunca me vienen esas ganas) voy a hacer sólo un comentario superficial pero pertinente. Para la imputación de los delitos complejos con pluralidad de autores ocurridos en el seno de la empresa se toma en especial consideración la infracción de deberes posicionales y de cuidado. Incluso en delitos cuya autoría depende de la mano de otro, para la mera imputación de la participación se analiza si tal función implicaba o no un deber de garante, si se debía supervisar y no se supervisó, si se delegó o no se delegó control y en qué términos, si se transfirió correctamente responsabilidad al delegado, si retuvo responsabilidad el delegante, si regia el principio de confianza respecto de la actuación de pares directivos y gerenciales, entre otras cuestiones.

Con un incentivo tan claro a la empresa para que adopte programas adecuados: ¿como responderá en el futuro ante la imputación penal el director que no sea capaz de mostrar que se preocupó por promover un programa de integridad?. ¿O el que no cuestionó, insistió (o incluso imploró, pataleo, insultó y se arrancó pelos) frente a la aprobación de un programa que lucía inadecuado, insuficiente o cosmético?. ¿Que será de aquel que se desentendió de verificar si el magnífico programa adoptado con pompa y recursos el año anterior marchaba bien al siguiente?.

En un escenario en el que el estándar del obrar correcto en beneficio de la empresa ha sido precisado hasta tal punto (puesto que ya es claro que conviene tener programa, que elementos puede contener, como ponderar su inclusión y diseño), puede ser un apartamiento grosero el simple no tener. Pueden pasar a ser problemáticos incluso pequeños apartamientos o gaps de cumplimiento que hasta ahora nadie tenía en carpeta.

Pongamos por caso que: el compliance officer renunció, harto por la falta de apoyo, con un telegrama incendiario; el auditor interno huyó despavorido el 1 de marzo de 2018 y fue reemplazado de imprevisto por un incauto analista comercial, el único que no hizo demasiadas preguntas por los riesgos de la posición; la gestión de riesgos la realizaba el monito ciego, la línea de denuncias la atendía el monito sordo, los dilemas éticos los respondía el monito mudo; ¿serán estas circunstancias relevantes para el análisis futuro de la responsabilidad penal de la dirección y la alta gerencia?.

Levante la mano, pase al frente, el que se anima a decir que no.

 

Colaboración: como comenté en otra oportunidad  los incentivos de autodenuncia y colaboración empresaria potencian conflictos posibles entre la empresa como ente ideal imputado y el director como persona física imputada. Frente a esa dolencia una posible medicina es acuñar reglas de gobierno corporativo específicas para resolver estos dilemas. En cada caso tales tensiones han de saldarse de maneras distintas. ¿Qué sucederá cuando se salden en un sentido de denunciar, explicar, cooperar activamente?. Cuando la empresa se presente a explicar con pelos y señales la mecánica y reparto de roles de sus propios esquemas delictivos, eso quizá conllevará un más nutrido desfile de (¿ex?) directores y gerentes por los pasillos del tercer y cuarto piso de Comodoro Py (órganos dolientes en lenta digestión dentro del vientre del monstruo federal), mayor comprensión de la responsabilidad penal individual y por ende, más riesgos penales para quienes administraban la sociedad.

 

Gimnasia y esgrima: algunos colegas piadosos pueden disentir conmigo, pero yo estoy convencido de que la comprensión de los operadores del sistema de justicia sobre el funcionamiento del gobierno empresario ha sido hasta ahora muy limitada. Que el enfoque tradicional en la investigación de los delitos contra la administración pública se ha centrado demasiado en el obrar del funcionario. Que los empresarios constituían una categoría de contornos difusos de posible partícipe criminal. Que en el avance tortuoso, politizado y anémico de las causas judiciales el reparto de roles en la empresa (la lengua que la representa y obliga, el cerebro que decide, las manos que conforman, las terminales nerviosas gerenciales que coadyuvan a conformar la voluntad social, etc) permanecía en muchos casos en una incertidumbre gaseosa tras el velo de la irresponsabilidad organizada. Pero no por imposibilidad de deslinde sino por una falta de tonicidad de los perseguidores para realizar ese esfuerzo.

El art. 2 Ley 27401, con sus puntos inciertos y todo, obliga a reflexiones adicionales sobre el rol de cada quien en la empresa a los efectos de imputar a la corporación. A su vez, el fomento de la cooperación puede traccionar mejores y más sofisticadas explicaciones sobre el funcionamiento del gobierno corporativo al interior del proceso penal. Si, como se espera, esta ley pone a los operadores a practicar la gimnasia de mirar las cosas desde la perspectiva de la empresa ¿que resultará de ese ejercicio?. Difícil de pronosticar, pero si resulta en un conocimiento más esclarecido de la empresa sin duda hará más desafiante la esgrima para los abogados que deben representar a cada persona-eslabón en el proceso de toma de decisiones corporativas.

 

¿Fin del asunto?

Los cuatro pequeños apartados que anteceden bien podrían discutirse, matizarse, ampliarse.

Quizá con más tiempo lo haga. Ojalá penalistas amigos levanten también el guante (si de la dogmática se ocupan ellos, tanto mejor, si lo hacen con palabras comprensibles para el común de los mortales me desmayo).

De momento sirven para señalar que el incremento de riesgo de este nuevo contexto regulatorio no es, ni por asomo, un problema exclusivo del ente de existencia ideal.

Que el incentivo para abrazarse a un compliance sólido aplica también a los directores.

No hay razones para dejar de remover con incomodidad, el trasero en la silla.

Sí hay algunas para asentarlo en ella con firmeza, pensar en clave de riesgos, ejercitar hasta la sobreactuación el tone from the top, promover integridad a todo nivel en la empresa.

Habrán de usar los directores para ello otras varias partes de su anatomía.

Con garra, cerebro, corazón.

Para no perder la cabeza.