¿Existe el public compliance? ¿Sirve para algo?

 

 

 

 

Por Diego Martínez.

 

 

Adán Nieto Martín, en una obra conjunta, junto a Manuel Maroto Calatayud, impuso con éxito una expresión que podría abrir una veta en la disciplina del compliance e incluso, en el mediano plazo, influir en las agendas estatales de lucha contra la corrupción.

Public compliance. Compliance en el sector público.

En las propias palabras de Adán public compliance es “una nueva estrategia anticorrupción en las administraciones públicas”, consistente en “añadir a lo que desde los años 70 se conoce como ética pública, los contenidos del cumplimiento normativo desarrollado por las empresas”.

La propuesta tuvo eco en la comunidad del compliance (sobre todo en España) al calor de algunos artículos especializados y seminarios que comenzaron a explorar la idea.

¿Hay motivos para el entusiasmo? ¿Es posible identificar en la noción rasgos para delinear una disciplina específica, dotada de un marco teórico propio?

Bien mirados, los esfuerzos de Adán no han dado todavía frutos tan maduros. Aunque la idea alcanzó para darle título a un libro, su desarrollo en concreto no pasa más allá de plantear la idea de suma (compliance + anticorrupción pública) junto con un puñado de propuestas (pensadas para España) de carácter general y esquemático, entre las que se cuentan:

  • Que cada administración pública cuente con su programa anticorrupción.
  • Que cada organismo cuente con su responsable de prevención de la corrupción (con supervisión independiente).
  • Participación ciudadana en el órgano de vigilancia de cada administración.
  • Participación de externos en la planificación estatal anticorrupción.
  • Principios preventivos específicos para las áreas de mayor riesgo.

Lo que puedan valer las propuestas para la España de Adán no podríamos dilucidarlo aquí, pero sí podemos analizar si existe margen para trasladar esas ideas al ámbito argentino pensando, por lo pronto, en el ámbito nacional (y sin descartar esfuerzos futuros para hacerlo también en el ámbito provincial o municipal).

Lo primero que acude a la mente son los evidentes puntos de similitud entre aquellos extremos que Adán propone sumar. A poco que se dejan de lado algunas poco relevantes diferencias de etiqueta, compliance y anticorrupción estatal tienen bastante en común:

  • La fisonomía concreta de una y otra le deben mucho (quizá demasiado) a los esfuerzos norteamericanos para imponer globalmente su agenda antisoborno, sea a través de la presión multilateral, sea a través del enforcement
  • Tanto compliance como anticorrupción estatal son inviables sin un compromiso de alto nivel, al que lo mismo podríamos llamar tone from the top o “voluntad política”.
  • Ambas se apoyan en un sistema de valores plasmados en reglas (ley de ética pública o código de ética empresarial).
  • Las dos por igual presuponen la existencia de un responsable de promover la adopción de tales reglas y velar por su respeto, le digamos Oficina Anticorrupción o compliance
  • El whistleblowing, la protección del denunciante y la efectiva investigación y sanción ocupan un lugar igual de importante a los dos lados del mostrador anticorrupción.

Entonces: ¿dónde está el aporte, dónde está lo nuevo de la estrategia?.

Quizá lo novedoso, lo fresco del compliance en su traslado al campo de la anticorrupción tenga menos que ver con sus bases conceptuales (que tampoco tiene tantas, ni tan sólidas) sino con su aplicación instrumental, con su praxis.

A poco que alguien se aproxima a un ecosistema anticorrupción dado (podría ser el de Argentina o cualquier otro de la región) destacan rápidamente algunos elementos constantes: una cierta ley de ética pública; una cierta autoridad de aplicación; unas reglas para lidiar con los conflictos de interés; un sistema de declaraciones juradas patrimoniales; unos ciertos delitos (que ahora también responsabilizan a las empresas); unas denuncias, con su manoseo periodístico y -más allá de su avance o mora- su discrecional abordaje por las autoridades judiciales, etc.

Al observar en conjunto estos elementos más o menos constantes se advierte enseguida su carácter general, rígido y burocratizado. Instituciones y reglas contantes dirigidas a un gigantesco universo de centenares de miles de integrantes de cuerpos burocráticos que tienen diferentes jerarquías, persiguen objetivos de política pública amplios y variados, hacen cosas distintas entre sí, representan riesgos de corrupción diferentes, se agrupan en subconjuntos con importantes matices de idiosincrasia, composición, extracción y numero.

Es que si algo define a los marcos tradicionales de ética pública es que cortan todo con la misma tijera. Enfrentan una realidad diversa con un único set de reglas. Regulan una dinámica pero cambian poco, despacio y con torpeza.

Arrastran los pies por la escalera mientras la corrupción (y no sólo la corrupción, sino también la propia dinámica de las relaciones sociales, las influencias, los incentivos) viaja por el ascensor.

Quizá entonces el (buen) compliance tenga algo para enseñar, al menos algunas prácticas virtuosas que no son nada habituales en la anticorrupción estatal tradicional:

  • La importancia del previo análisis de riesgos de corrupción en la programación de acciones de prevención
  • La relevancia de la planificación basada en riesgos y el abordaje integral de los problemas
  • El énfasis en la solución “a medida” de cada organización.
  • La versatilidad de la posición, ubicación institucional y competencias del compliance officer en virtud de las características de la organización y del contexto.

Pero bien vale una advertencia. Será necesario tener claro de qué clase de corrupción estamos hablando cuando pensamos en este posible aporte instrumentalista de la disciplina del compliance.

Podría llegar a ser una influencia muy oportuna frente a la simple corrupción administrativa. Pero su efecto será prácticamente neutro frente a escenarios de corrupción estructural o captura del Estado. Como enseña Irma Eréndida Sandoval en su reversion de la tradicional formula de Klitgaard: cuando la corrupción se explica como una combinación de abuso de poder por las élites políticas/empresariales e impunidad extendida, la respuesta solo la brindan los acuerdos políticos al máximo nivel y el reclamo activo de la ciudadanía. En contextos de captura del Estado las soluciones son políticas y sociales o no son soluciones. De nada sirve un gran kit de herramientas y técnicas cuando no están dadas las condiciones mínimas para su empleo con éxito.

Esto impone un cierto límite al entusiasmo por el public compliance. Puede ser un soplo de viento fresco en agendas estatales anquilosadas, cierto. Pero el traslado sólo parece factible con éxito en un contexto de una cierta normalidad institucional, en el que la corrupción es una indeseable falla del sistema y no la columna vertebral de un funcionamiento desviado de las relaciones políticas y económicas.

Con estas aclaraciones, queda aún campo para pensar en public compliance. Seriedad en el análisis de los riesgos en el ámbito estatal, agendas anticorrupción más dinámicas y mejor planificadas, agencias más versátiles y mejor desplegadas en el terreno a controlar, funciones de oficial de cumplimiento o de enlace aquí y allá, donde la entidad y el riesgo de un determinado organismo estatal lo justifique, podrían ser ideas en esa dirección.

De especial interés es la vocación de Adán de pensar en soluciones para “organismos estatales” y no sólo para el Estado. Aun cuando él no realiza un distingo claro entre qué quiere decir cuando habla de “administraciones públicas” y a qué se refiere cuando dice “organismos” es claro su interés en pensar soluciones que atienden a la particularidad de las distintas dependencias estatales. Pensar en las necesidades específicas de cada organismo relevante, planificar en la medida de ellas: esa es la lógica del compliance y allí su posible influencia virtuosa.

Algo de todo eso ha comenzado a suceder aquí en Argentina -de manera aun escasa e incipiente- como lo demuestran, por ejemplo, los recientes esfuerzos de planificación a largo plazo de la Oficina Anticorrupción, la creación de unidades especializadas de ética en ciertos organismos, la conformación de redes de enlaces y la creación de áreas de compliance en algunas empresas estatales. Aún es demasiado pronto para hacer evaluaciones, aunque puede ser de interés comenzar a explorar en detalle esas experiencias e identificar rasgos comunes. Y quizá sea necesario un punto de vista más objetivo que el de este autor, que en el pasado reciente participó activamente de algunas de esas experiencias.

Por supuesto, convertir estas buenas ideas y esfuerzos incipientes en un aporte sostenido requiere marco teórico. Solo así será posible dar respuesta rigurosa a ciertas inquietudes inevitables ¿cómo optimizar esfuerzos aislados?, ¿cómo evitar un crecimiento absurdo de la estructura estatal a través de la multiplicación de estructuras insulares de compliance público? ¿cómo se sostendrán los esfuerzos localizados de public compliance cuando languidezca la voluntad política que coyunturalmente los alienta?.

Para pensar este marco es clave explorar un punto crucial ¿qué particularidades tiene que tener el public compliance para cuadrar adecuadamente en el ámbito estatal?. Es decir: en concreto ¿qué herramientas y técnicas sirven, son trasladables y que adaptaciones se requieren en ese traslado?.

Así por ejemplo, habrá que pensar si los comportamientos a prevenir e incentivar/desincentivar, tienen el mismo significado y se abordan igual a uno u otro lado del mostrador. Habrá que preguntarse qué influencia tendrán sobre el compliance estatal las características del gobierno corporativo y la estructura organizacional del sector público. Habrá que examinar qué impacto tiene que los funcionarios tengan siempre la obligación de denunciar delitos y que todo el material con el que trabajan sea, por definición, información pública.

Me propongo explorar en detalle algunas de esas cuestiones. Pero no hoy.

Será materia de otra entrega.

 

El autor desea aclarar que este breve artículo no es un material original sino un desprendimiento de algunos apartados de un trabajo más extenso sobre Public Compliance pendiente de publicación dentro del Tratado de Compliance que prepara la editorial La Ley, así como de las notas de preparación de la clase “Compliance en organismos públicos y empresas de propiedad estatal” dictada en la “Certificación en Compliance, Ética y Derecho” de la Universidad Católica Argentina y de mi labor voluntaria en la Codirección de la Comisión de Compliance en el Sector Público de la AAEC. El tema, que es tratado con mayor profundidad y rigor técnico en esos ámbitos, será objeto de desarrollo adicional en una posterior entrega breve para el IAE.