Tolerancia cero: de la teoría a la práctica

Por Raúl Saccani.

La tolerancia cero a la corrupción, vista más como un principio inspirador que como una guía práctica, es una declamación presente en la mayoría de los códigos de conducta y políticas de anticorrupción. Una suerte de advertencia para que sepan los colaboradores que en esa organización no se tolera el fraude, la corrupción u otras conductas reñidas con los valores corporativos. La comunidad de Compliance, de manera unánime, la valora como una muestra del compromiso de la Alta Dirección.

Skiba y Peterson (1999) definen las políticas de tolerancia cero, como aquellas que "castigan severamente todas las ofensas, sin importar cuán menores sean". Aunque en principio se asoció con estrategias policiales, la tolerancia cero se ha utilizado recientemente en otros campos para indicar “medidas firmes y resolución clara” (Newburn y Jones, 2007). La adopción de una política de tolerancia cero indica el compromiso de investigar, enjuiciar y castigar todos los casos de cierto tipo de delito, independientemente de su gravedad. Sin embargo, como señalan Newburn y Jones (2007), “es difícil especificar un conjunto particular de intervenciones políticas que caractericen la Tolerancia Cero (...) el término se ha utilizado principalmente como un dispositivo retórico (...) para señalar una acción sin concesiones y autorizada.”

Los Lineamientos de Integridad de la Oficina Anticorrupción mencionan el concepto de “Tolerancia Cero” en reiteradas oportunidades. Dicen “(…) es de esperar que la mayor parte de las organizaciones elijan simplemente ejercitar la tolerancia cero a la corrupción por propia preferencia moral” “(…) Frente a la corrupción hay escaso margen para algo distinto a una tolerancia cero si existe un verdadero compromiso desde la Alta Dirección (…) que tendrá, entre otros, la responsabilidad de procurar que todos los integrantes comprendan la política de tolerancia cero a la corrupción y estén convencidos de que ante la detección de una infracción ética se actuará con justicia, rigor y rapidez”. Para ello, dicen, será indispensable que las sanciones por infracciones al Código de Ética estén claramente establecidas por escrito y sean pertinentes y proporcionales.

Ahora bien, la aplicación rígida de una política de tolerancia cero contra la corrupción, definida como la investigación completa, el enjuiciamiento y el castigo severo de todos los casos de corrupción, sin importar cuán menores sean, genera tensiones con la capacidad de las empresas para detectar, investigar, y sancionar la corrupción de sus colaboradores. Bajo el marco del Derecho Laboral argentino, se presentan serias limitaciones.

Siendo que la “tolerancia cero”, según se la definió arriba, podría no significar la investigación completa y el enjuiciamiento de todos los casos de corrupción, resulta necesario un proceso transparente y bien diseñado para clasificar y decidir qué casos serán investigados a fondo. Estas políticas se basan en uno o más de los siguientes criterios: la jurisdicción, la materialidad, la credibilidad, la verificabilidad, el contexto y el costo-beneficio.

El criterio del costo-beneficio no implica que las denuncias deban ignorarse, si el valor del contrato involucrado es menor que el costo de la investigación. Por el contrario, el valor de un contrato debe sopesarse junto con otros factores tales como la importancia del proyecto y sector, la gravedad y el impacto del caso, y la probabilidad de que una investigación puede dar lugar a evidencia suficiente para sustentar una (auto) denuncia penal (verificabilidad). Las políticas de clasificación deberán asegurar la transparencia y coherencia de los criterios, así como controles y equilibrios adecuados.

Uno de los argumentos frecuentes contra la tolerancia cero es que, si se aplica literalmente, podría resultar en el de-risking (abandonar el riesgo, salir del negocio). Sin embargo, sobre todo cuando la empresa no tiene otra alternativa de negocios, en lugar de evitar el riesgo por completo deberá seguir estrategias para gestionarlo y mitigarlo (aunque esto supone tolerar cierto riesgo residual de corrupción que resulta contradictorio respecto de la tolerancia cero declamada).

Tanto el BID como el Banco Mundial han establecido procedimientos de debida diligencia de integridad para prevenir y mitigar los riesgos de integridad en las operaciones que realizan con el sector privado. Aunque estos procedimientos no se aplican de manera uniforme por todos los bancos multilaterales de desarrollo, o a través de todos los tipos de préstamos, pueden ayudar a los donantes a gestionar los riesgos dentro de límites razonables y les permite otorgar préstamos en contextos que son vulnerables a la corrupción. Desde esta perspectiva, cuando se aplican ex ante, las políticas de tolerancia cero pueden traducirse no en un apetito cero por el riesgo, sino en procesos adecuados de gestión del riesgo.

Bill Gates, al expresarse hace unos años en relación a los riesgos de corrupción en los proyectos de ayuda al desarrollo, sostuvo que la corrupción que ocurre relativamente a pequeña escala es un “impuesto” manejable. Le contestó Huguette Labelle, que en su momento era presidenta de Transparencia Internacional, argumentando enérgicamente en contra de “(…) aceptar bajos niveles de corrupción como un hecho pragmático de la vida” y, en cambio, defiende “la tolerancia cero a la corrupción”. Sin embargo, la única forma infalible de reducir a cero la corrupción en los programas de ayuda sería eliminar los propios programas. Incluso sin llegar a ese extremo, las medidas anticorrupción consumen recursos escasos que podrían utilizarse para otros fines. Quizás la “tolerancia cero” no se entienda como una posición normativa (banal) o como una prescripción política (poco realista), sino como una actitud.

Entonces, ¿cómo conecta la “tolerancia cero” con el sistema de castigos? Sobre todo en el contexto de nuestra región donde resulta muy difícil lograr sanciones a colaboradores por posibles violaciones a las reglas establecidas en el Programa de Integridad, que resulten suficientemente disuasivas. Cabe preguntarse si la tolerancia cero, usualmente presentada como una advertencia, una especie de gatillo fácil discursivo cuya aplicación práctica presenta contornos difusos, no termina socavando la credibilidad del Programa.

Podemos simpatizar más con Labelle que con Gates en este caso, pero también preocupa un poco el lenguaje de la “tolerancia cero”. Suena bien, aunque existe el riesgo de que la retórica estridente y casi moralista sobre la “tolerancia cero con la corrupción” pueda ocultar el hecho de que en realidad existen trade-offs difíciles y complejos relacionados con la lucha contra la corrupción.

En cualquier caso, para evitar la incertidumbre en cuanto al significado y la función de la “tolerancia cero” resulta necesario que las políticas anticorrupción aclaren qué significa este concepto en la práctica, además de establecer la postura de la organización sobre la gestión del riesgo residual de corrupción y la sanción a colaboradores que incurran en tales actos.

 


Referencias:

 

Nota del autor:

Los puntos de vista y opiniones del autor en este artículo son realizados a título personal y no en representación de la Universidad Austral, el IAE Business School, el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA o Deloitte S-LATAM y afiliadas. Tampoco deben ser interpretados como un asesoramiento legal o de cualquier otra naturaleza, para lo cual los interesados deberán buscar asesoramiento profesional adecuado y específico.