Democracia en las tribunas, caudillismo en la AFA: fútbol,política y síndromes de corrupción en Argentina

En Argentina, la democracia compite en las urnas, pero el fútbol —su gran fábrica de identidad— parece jugar con un reglamento propio: formatos que cambian en plena competencia, recursos difíciles de auditar y patrocinios de mundo de las apuestas que pasaron del margen al centro. Con la tipología de los “síndromes de corrupción” del profesor Michael Johnston como brújula, este artículo propone una lectura dual: un Estado nacional que funciona con rasgos de “Carteles de Elite” y una AFA que operaría como enclave de “Magnates Oficiales”, sostenidos por un intercambio de tolerancia, recursos y legitimidad. Democratizar ese territorio no será un ajuste de manual, sino romper un equilibrio de poder. La salida realista: construir una democratización profunda que haga que el control dependa menos de voluntades y más de instituciones. La pregunta final es simple e incómoda: ¿queremos reglas públicas para el fútbol, aunque alguien poderoso pierda el partido que mejor sabe jugar?

Por Raúl Saccani

Imagen: MidJourney.

Introducción: El caso y la pregunta política

Lo que hoy rodea a la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) no se parece a una simple colección de “desprolijidades” administrativas, sino a un patrón de funcionamiento que —según crónicas periodísticas recientes— combina tres rasgos especialmente sensibles en términos de gobernanza: inestabilidad reglamentaria, opacidad financiera y creciente centralidad de patrocinadores ligados a apuestas. En esta saga, la AFA aparece descrita casi como una institución que opera en “estado de excepción”: reglas de juego flexibles, decisiones económicas bajo sospecha y una administración que, en lugar de estabilizar, produce volatilidad. Los medios aluden a cambios de formato y criterios competitivos a alta frecuencia (incluso en medio de los torneos), a circuitos financieros poco transparentes con intermediarios que actuarían como sponsors y prestamistas “en la sombra”, y a una saturación de la identidad visual del fútbol por la lógica del juego online, con el telón de fondo de la preocupación social por la ludopatía juvenil.

A esa tríada se suma un cuarto elemento que hace que la historia deje de ser “deportes” y pase a ser política en serio: la idea de que el liderazgo federativo buscaría blindaje frente a investigaciones domésticas mediante relaciones internacionales, apelando a autoridades globales del fútbol y figuras políticas extranjeras como fuentes de legitimidad y protección. En conjunto, el relato mediático no describe únicamente posibles irregularidades; describe lo que parece un modo de gobierno: producir dependencia mediante reglas cambiantes, administrar recursos con baja trazabilidad y sostener poder con redes que exceden el ámbito local. Si uno quisiera resumirlo en una frase poco académica, sería: cuando el reglamento cambia más rápido que el fixture, conviene preguntarse quién cobra el costo de la incertidumbre.

Con esa base, la pregunta de este trabajo se formula de manera deliberadamente ambiciosa: la crisis institucional de la AFA no debe leerse como “crónica policial”, sino como una anomalía del sistema político argentino. El núcleo teórico del problema es una paradoja: mientras el Estado argentino funciona como una democracia competitiva —aunque imperfecta—, su subsistema cultural más significativo, el fútbol, parece operar como un enclave semi-autónomo donde las reglas pueden desplazarse y la disciplina interna puede politizarse con escasa restricción externa. Llevado al extremo, ese enclave puede parecerse a un régimen personalista: una parte del periodismo da cuenta de una discrecionalidad concentrada y costos difusos para quien la cuestiona. La pregunta, entonces, es estructural: ¿cómo convive un “Estado dentro del Estado”, con altos márgenes de poder discrecional, dentro de un sistema anfitrión democrático? Una pista clave es recordar que lo que distingue a los sistemas políticos no es solo votar, sino cómo usan el poder sus élites: si lo orientan al interés público o a la extracción privada. Desde esa perspectiva, el caso AFA obliga a considerar que el ecosistema político más amplio puede incentivar —y no castigar— la existencia de un enclave autocrático funcional.

Marco teórico: corrupción, sistemas políticos y síndromes

Para salir de la discusión moralista (“buenos vs. malos”) y entrar en terreno politológico, conviene tratar la corrupción como un patrón de intercambio entre riqueza y poder que adopta formas distintas según el tipo de instituciones, el grado de competencia y los mecanismos de control disponibles. Dicho de otro modo: la corrupción no es una sola cosa, y por eso no siempre responde a los mismos remedios.

Con ese objetivo, el politólogo Michael Johnston, experto anticorrupción, propone una tipología de cuatro “síndromes de corrupción”. La idea no es encasillar países como si fueran especies zoológicas, sino identificar familias de mecanismos que tienden a repetirse cuando se combinan ciertos niveles de competencia política, fortaleza institucional y acceso desigual a oportunidades. Los cuatro síndromes son:

  • Mercados de influencia (“Influence Markets”). Predominan en democracias relativamente consolidadas, con instituciones formales fuertes, donde la corrupción se expresa menos como “robo directo” y más como compra de acceso, lobby, financiamiento y puertas giratorias: la política se vuelve un mercado donde la influencia tiene precio.
  • Cárteles de élites (“Elite Cartels”). Suelen aparecer en democracias competitivas pero en reforma, con instituciones moderadamente fuertes, donde redes de élites políticas y económicas se coordinan para defender su hegemonía frente a una competencia creciente. La corrupción aquí funciona como “pegamento” de acuerdos entre insiders: estabiliza coaliciones, limita el ingreso de nuevos jugadores y reduce la incertidumbre del sistema.
  • Oligarcas y clanes (“Oligarchs and Clans”). Típicos de contextos donde las instituciones son más frágiles y el poder está fragmentado entre redes rivales. La corrupción se parece a una disputa entre clanes por capturar recursos y protección; no hay un árbitro confiable y la coerción (formal o informal) suele estar cerca de la mesa.
  • Magnates oficiales (“Official Moguls”). Aquí el eje está en funcionarios (o sus protegidos) que controlan acceso a oportunidades escasas, tienden puentes entre lo público y lo privado y ejercen poder con impunidad cuando los límites institucionales son débiles. Es un síndrome más personalista: manda el “dueño del sello”, y alrededor se organiza una economía de lealtades.

La pelota ¿no se mancha?

Si, a nivel nacional, la política argentina puede describirse como un sistema donde la competencia electoral convive con acuerdos de élites, el universo del fútbol funciona muchas veces como un “campo” con reglas propias, alta discrecionalidad y escasos contrapesos externos. En términos comparados, esto se entiende mejor si tomamos en serio la idea de politización del fútbol: no como “meter política en el deporte” (una frase que suele usarse para pedir silencio), sino como la apropiación del fútbol por actores e instituciones para fines políticos, hasta el punto de “sobrepasar límites” entre esferas. Bajo esa lógica, la AFA puede leerse como un sub-régimen de “Official Moguls”: un enclave donde un círculo reducido concentra control sobre oportunidades, distribuye beneficios, administra conflictos y preserva su impunidad mediante reglas flexibles y disciplinamiento selectivo.

El fútbol como extensión del campo político

En Argentina, el club no es solamente una institución deportiva: es, para muchísimas personas, un artefacto de identidad. La literatura describe cómo, cuando la “nación” se vuelve demasiado abstracta o distante, el hincha se “muda” a un micro-espacio más tangible para sostener pertenencias: barrio, tribuna, club. Y esa pertenencia no es neutra: se construye marcando fronteras simbólicas (“nosotros/ellos”), a veces con la intensidad de quien traza un mapa político en una servilleta, pero con consecuencias bien reales.

Esa densidad identitaria vuelve al fútbol un vehículo político excepcional: permite producir cohesión, visibilidad y capital simbólico a una escala que pocos espacios sociales logran. Por eso, también, las fronteras entre “dirigencia deportiva” y “dirigencia política” resultan porosas; no se trata de casos aislados, sino de un circuito donde los actores pueden circular y operar en ambos mundos. Un mecanismo concreto de esa intersección está en la vida institucional de los clubes: el modelo asociativo mantiene elecciones periódicas y, con ellas, un “tiempo para la política”: campañas, alianzas, cenas, propaganda, disputas internas. Aunque el ideal democrático permitiría competir a cualquier socio con antigüedad, en la práctica la estructura favorece la entrada de actores con capital organizativo y redes —empresarios, dirigentes sindicales, funcionarios— que buscan actuar simultáneamente en ambas esferas.

La conexión no se agota en la “circulación de élites”: también reproduce lógicas conocidas del campo político, incluyendo intercambios asimétricos entre “jefes” y “clientes”, traducidos a su versión futbolera como dirigentes/hinchas, con favores materiales e inmateriales.

Barras bravas, “aguante” y violencia como recurso de intermediación

La dimensión más incómoda —y políticamente relevante— es que, en este ecosistema, la violencia no aparece solo como “desborde”, sino como recurso que puede generar pertenencia, jerarquía y capacidad de negociación. Un aporte clave para entenderlo es el concepto del “aguante”, que tiene significados distintos: puede aludir al fervor y la fidelidad del hincha, pero también a la confrontación física y a la exhibición de valentía en peleas. En términos identitarios, el aguante “marca” pertenencia y consolida un “nosotros”, aunque esos registros (festivo y violento) suelen mezclarse más de lo que se admite públicamente.

Importa subrayar dos matices que suelen perderse en el debate mediático. Primero: la violencia en el fútbol no es reducible a un solo actor; intervienen también policía, jugadores, dirigentes y espectadores fuera de las barras, aunque las barras sean las más visibles. Segundo: lo “nuevo” del período contemporáneo no es que exista violencia, sino la consolidación de una lógica que la legitima, vinculada a transformaciones sociales que dejaron vacíos de pertenencia e hicieron más atractivas ciertas comunidades de identidad.

Desde esa perspectiva, las barras bravas no operan como “multitudes espontáneas”, sino como organizaciones con estructuras jerárquicas y una matriz compartida: buscan recursos materiales y reconocimiento simbólico, y la participación en la violencia funciona como vía de prestigio interno (“si no vas, no contás”). Además, esas organizaciones obtienen recursos a través de relaciones de intercambio con otros actores sociales; es decir, su poder se construye también en clave de intermediación, no solo de “fandom”.

La relación con la política aparece, entonces, menos como anécdota y más como engranaje. La visibilidad de las acciones violentas se entiende, en parte, por el reconocimiento que los miembros de barras obtienen en su interacción cotidiana con dirigentes y políticos, en vínculos que combinan interés económico, lealtad y hasta componentes afectivos. Y, durante campañas, las barras pueden transformarse en actores de trabajo político: se las convoca por su capital social (“traer gente a votar”) y por habilidades corporales utilizadas en tareas de competencia callejera —pintadas, confrontación, control territorial informal—.

Un ejemplo emblemático que ilustra esa permeabilidad —y la dificultad de “separar” fútbol y política como si fueran agua y aceite— es el caso de Mauricio Macri: su paso por la presidencia de Boca Juniors le dio una visibilidad mediática excepcional y facilitó el desplazamiento hacia la política nacional; al mismo tiempo, la relación con la barra del club quedó asociada a acusaciones y controversias que muestran lo enmarañado del vínculo entre dirigencia, violencia y poder.

Tipologías de corrupción en el caso AFA: del clientelismo a los enclaves autoritarios

La pregunta clave no es solo qué ocurre, sino por qué puede ocurrir: ¿cómo conviven dos síndromes distintos —Elite Cartels a nivel nacional y Official Moguls en el fútbol— sin que el “organismo anfitrión” (la democracia argentina) rechace al “órgano extraño” (un enclave con rasgos autoritarios)? La respuesta es incómoda: no conviven a pesar de su diferencia, sino gracias a ella; son estructuralmente interdependientes. Un pacto de no agresión con beneficios cruzados. Johnston sugiere que estos arreglos no son contradictorios: cada síndrome es una solución distinta a problemas de coordinación y control que operan en escalas institucionales diferentes. En la esfera nacional, los Elite Cartels se estabilizan mediante acuerdos entre élites y competencia “administrada”; en la dimensión futbolera, el patrón Official Moguls funcionaría como un centro de poder personalista que monopoliza oportunidades y disciplina interna con discrecionalidad alta.

Lo decisivo es que el enclave no está aislado: la coordinación cartelizada de la política nacional puede aportar tolerancia y aplicación selectiva de la ley (los agilísimos procedimientos de los últimos días no deberían nublarnos la vista); a su vez, el enclave del fútbol aporta legitimidad y capacidad de movilización. En términos prácticos: una mano “no ve” ciertas cosas y la otra mano entrega gobernabilidad simbólica (y a veces literal, en forma de contención social).

Aquí aparece el concepto de “equilibrio corrupto”: si los votantes pueden reelegir políticos corruptos cuando los perciben competentes, también el establishment puede sostener un arreglo funcional con dirigentes del fútbol para preservar estabilidad. La lógica del intercambio (“trade-off”) se formula sin eufemismos: se toleraría una autocracia federativa a cambio del capital simbólico y la utilidad política del fútbol. Este tipo de transacción no es solo teórica: los episodios históricos donde el Estado reorganizó esquemas de transmisión y financiamiento muestran que la “gobernanza del fútbol” es también un espacio de negociación entre autoridad política y autoridad futbolística. El caso de “Fútbol para Todos” aparece como ejemplo paradigmático: subsidio estatal directo al espectáculo, fondos públicos mezclándose con una administración opaca, y el deporte convertido en política por otros medios.

Estrategias de transformación: el camino a una gobernanza universalista

Si el diagnóstico es que la AFA funciona como un enclave tipo Official Moguls, entonces el manual estándar de “buen gobierno” (códigos, comités, capacitaciones y un PowerPoint con flechas) suele quedarse corto: en contextos así, el problema no es la falta de ideas, sino la ausencia de incentivos y voluntad política para aplicarlas. La consecuencia es directa: la reforma no puede plantearse como un “proyecto de modernización” meramente técnico. Tiene que ser una estrategia de redistribución de poder, porque lo que está en juego no es un procedimiento: es quién decide, con qué controles y con qué costos.

Democratización profunda: más que elecciones, capacidad real de disputar poder

Johnston propone que, en sistemas enquistados, la vía más realista no es una limpieza quirúrgica (una intervención rápida que lo deje todo “como nuevo”), sino un proceso de “deep democratization”: no solo votar, sino construir disputa sostenida por actores capaces de defender intereses propios frente a redes poderosas. Implica fortalecer al “selectorate” —socios y aficionados, pero también los miembros con capacidad estatutaria de incidir— para romper el monopolio de la conducción y reducir la impunidad derivada de la discrecionalidad. La regla democrática básica: la inclusión importa cuando está empoderada, es decir, cuando quienes padecen los abusos pueden denunciarlos y corregirlos con información, organización, argumentos y voto. En otras palabras: no alcanza con “quejarse fuerte” (la indignación es un gran combustible moral, pero un pésimo diseño institucional). El punto es convertir a los afectados en actores con herramientas para fiscalizar.

Estrategias diferenciadas: un enclave autoritario no se reforma como una democracia nacional

Si fuera cierto, como dicen los medios, que la AFA opera como un enclave autoritario, las estrategias no pueden copiarse de las que se usan en el mundo para mejorar una democracia a escala nacional. Johnston sostiene que la democratización profunda no se implementa con un “plan maestro” único; requiere ajustes estructurales de largo plazo que, en muchos casos, deben preceder a las intervenciones anticorrupción directas. En ese marco, identificamos cuatro pilares para transitar la salida del esquema deOfficial Mogul: ampliar el pluralismo sociopolítico; crear un “espacio seguro” donde la competencia se ordene por ley y no por fuerza; estimular activismo cívico; y consolidar mecanismos de rendición de cuentas que limiten a actores poderosos en lo público y lo privado.

Además, se agrega un punto operativo: si “la indignación no se auto-organiza”, el diseño de acción colectiva es central. Los actores deben coordinarse alrededor de bienes públicos (reglas estables, transparencia, controles) y no de arreglos particularistas. Aplicado a la AFA, esto se traduce en dos movimientos: ampliar el “selectorado” efectivo y fortalecer elaccountability horizontal mediante auditorías independientes, contratación transparente (TV y sponsors) y estabilidad normativa garantizada por mecanismos de revisión creíbles.

La hoja de ruta de transición aplicada al conflicto actual

Proponemos usar el marco de transición de Johnston para leer el choque entre la conducción AFA y las presiones de modernización/intervención (incluyendo oposición de clubes) como síntoma de una transformación forzada: cuando un sistema diseñado para resistir controles enfrenta demandas de apertura, el conflicto se vuelve el “idioma natural” de la reforma. Podrían desplegarse seis cambios estructurales:

  1. Crecimiento gradual de competencia y sociedad civil. Salir del “Official Mogul” requiere oposición real que desafíe la hegemonía del líder. En el caso AFA, el quiebre del patrón de “lista única” y la aparición de disidencias públicas erosiona la vieja lógica de omertà (cuando criticar costaba caro, en descenso o arbitrajes).
  2. El poder se vuelve más público y menos personal. Se trata de pasar del “el líder es la ley” a un esquema donde mandan reglas aplicables a todos. Aquí se ubica el conflicto con la IGJ: estatutos, reelecciones y validez de asambleas como intento de someter el poder federativo a derecho “público” y no a discreción del Comité Ejecutivo.
  3. La élite se agranda y deja de ser monolítica. El círculo de decisión se abre a intereses diversos. El debate SAD vs. asociaciones civiles funcionaría como cuña: hoy la élite está dominada por dirigentes que dependen financieramente de la AFA; diversificar modelos de propiedad/gestión crearía nuevos actores menos dependientes del “Magnate” para sobrevivir.
  4. Menos intrusión política en la economía del fútbol; más reglas de política pública. La asignación de recursos debería responder a criterios claros, no a favoritismos. La transición exige reglas fijas y transparentes que no puedan cambiarse a mitad de temporada por conveniencia política.
  5. Inversión menos atada al patrocinio personal. En el esquema actual, el dinero externo suele requerir navegar relaciones personalistas; un modelo post-Mogul permitiría inversión bajo marcos legales claros, sin “protección en la cima”, y vuelve a colocar el eje del conflicto SAD vs. asociaciones en términos de diseño de mercado e incentivos.
  6. Más derecho y menos patronazgo o fuerza. Los conflictos deberían resolverse por árbitros neutrales, no por órganos disciplinarios percibidos como brazo armado del “Magnate Oficial”. Si el Tribunal de Disciplina fuera un espacio cuestionado, la transición debería requerir una justicia deportiva independiente del Ejecutivo, basada en reglas y no en lealtades.

El objetivo final se formula como un cambio de paradigma: del particularismo (reglas flexibles según quién seas) a la universalidad ética (reglas iguales para todos). Ese desplazamiento exige desmontar redes clientelares que conectan barras, clubes y Estado, y supone un proceso largo que requiere masa crítica de agentes de cambio internos.

Pero también se advierte la trampa política: la universalidad es “cara” porque crea perdedores y, por eso, los beneficiarios resisten. De allí que la reforma deba ser de coaliciones y secuenciada; ya que de lo contrario los esfuerzos anticorrupción, sin democratización, quedarían truncos: cuando los incumbentes no enfrentan un riesgo creíble de perder poder, pueden convertir las reformas en pruebas de lealtad y preservar lo que los beneficia.

Conclusión: ¿De verdad queremos democratizar el fútbol?

El caso de la AFA permite ver con crudeza una paradoja política: una democracia que, aun con defectos, compite y se renueva por elecciones puede alojar y sostener dentro de sí un sub-régimen con lógicas de “Official Moguls”. En este esquema, el sistema político apropia la popularidad del fútbol para reforzar su legitimidad, mientras tolera que los actores del fútbol “sobrepasen límites” y operen con reglas más flexibles y controles más débiles.

La tragedia —en el sentido analítico del término, no en el sentido de “nos robaron con el VAR”— es que el círculo se vuelve estable: cuando “la corrupción es el sistema mismo”, deja de tener sentido pensarla como desviación ocasional, y pasa a ser una forma de gobierno. En ese marco, la AFA se transformaría en una “zona franca” donde prácticas autoritarias que serían inaceptables en la república más amplia encuentran refugio. Democratizar el fútbol, por lo tanto, no es “ordenar papeles”. Es romper el presunto equilibrio corrupto que beneficia a élites en ambos campos, y eso requiere algo más exigente que la técnica: exige coraje político, porque redistribuye costos y beneficios reales. Mientras el costo de esa corrupción no supere el “trade-off” entre éxito deportivo, utilidad política y contención simbólica, el sistema tenderá a reproducirse –con independencia de quién sea su presidente o nucleo cercano– con esa mezcla incómoda de, como se escucha en los medio, pretensiones de “primer mundo” y hábitos de “república bananera”.

Y, dado que las reducciones exitosas de corrupción han dependido históricamente de arreglos y disputas políticas, el horizonte realista es por etapas: cambios inmediatos que recorten poder, combinados con una “democratización profunda” de los mecanismos de control y supervisión a largo plazo. En síntesis: el estadio es a la vez foro y anestesia; por eso las batallas por la gobernanza del fútbol se libran tanto por sentido como por dinero.

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