Pecador sí, corrupto no: Francisco y su batalla eterna por la integridad

El fallecimiento del Papa Francisco marca el final de un pontificado profundamente singular, y también la partida de una de las voces más decididas contra un mal persistente: la corrupción. Jorge Mario Bergoglio entendió, desde mucho antes de llegar a Roma, que los procesos de descomposición moral no surgen únicamente en las estructuras visibles del poder, residen en el corazón humano. Y que la batalla por la integridad debía darse en el ámbito espiritual, pero también en el terreno concreto de las instituciones y las finanzas.

Por Raúl Saccani

 

En su obra Corrupción y pecado, escrita en su etapa como arzobispo de Buenos Aires, Francisco trazó una línea clara entre el pecador y el corrupto. El primero tropieza y busca levantarse; el segundo ha perdido la conciencia de su caída. Ya no reconoce su necesidad de redención, porque ha hecho de su desvío una forma de vida. La corrupción, advertía, no consiste solo en actos ilícitos: es un estado del alma. Tiene su propio lenguaje, su propia estética, su propia lógica. “Tiene cara de estampita”, decía, “y lo peor es que termina creyéndoselo”.

Ese diagnóstico fue mucho más que una doctrina teológica. Fue, en efecto, la piedra angular de su pontificado. Desde sus primeros meses en el Vaticano, Francisco mostró que no había llegado para preservar equilibrios cómodos. La primera señal clara fue su intervención en el Instituto para las Obras de Religión (IOR), conocido popularmente como el Banco Vaticano, donde se cerraron cerca de 5.000 cuentas consideradas irregulares. Con ese gesto, Francisco dejó en claro que la opacidad no tendría cabida en su pontificado.

Su visión se fue concretando en una arquitectura institucional sin precedentes. En 2014, apenas un año después de su elección, creó la Oficina del Auditor General (OAG), concebida como una verdadera autoridad anticorrupción. Su mandato abarca tanto al Estado Vaticano como a la Santa Sede, y tiene facultades de auditoría, investigación y presentación de informes. Este organismo introdujo un nivel de control que antes simplemente no existía. Por primera vez en la historia moderna de la Iglesia, los balances de la administración patrimonial de la Sede Apostólica —incluyendo sociedades controladas en el extranjero— se volvieron públicos. Incluso las actividades administrativas de las nunciaturas en el mundo entero son hoy supervisadas con criterios de responsabilidad.

La OAG, como dicasterio independiente, responde directamente al Pontífice y adopta criterios de revisión emitidos por la Organización Internacional de las Entidades Fiscalizadoras Superiores (INTOSAI). Desde 2020, también actúa como Autoridad Anticorrupción, supervisando la contratación pública para reducir el riesgo de corrupción y emitiendo auditorías y cartas de comentarios para prevenir irregularidades.

Uno de los aspectos más destacados de la OAG es su autonomía. Esta independenciale permite operar sin interferencias externas, asegurando que sus auditorías y revisiones sean imparciales y objetivas. La OAG está compuesta por un equipo de 14 personas, incluidos auditores con experiencia en empresas internacionales, lo que garantiza un alto nivel de profesionalismo y competencia.

Uno de los casos más emblemáticos que puso a prueba esta nueva estructura fue el juicio al cardenal Angelo Becciu, figura prominente de la Curia Romana. Fue declarado culpable de malversación en una investigación que se inició gracias a los informes elaborados por la OAG y el propio IOR. Aunque el escándalo resonó mundialmente, Alessandro Cassinis Righini, auditor general, lo interpretó como una señal de que las reformas habían alcanzado un nivel de eficacia inédito: los mecanismos de control, por fin, estaban activados y eran capaces de enfrentar incluso a las figuras más altas del organigrama eclesiástico.

La reforma también llegó al plano normativo. En 2021, Francisco firmó un motu proprio que impone nuevas reglas éticas a cardenales y altos funcionarios del Vaticano. Les prohíbe tener activos en paraísos fiscales y recibir regalos que superen los 40 euros. Estas normas, inéditas hasta entonces, marcaron un punto de inflexión. El Papa quiso que la conversión institucional fuera acompañada por un testimonio personal. No bastaba con cambiar estructuras; era necesario depurar las conductas.

La lucha por la integridad no se limitó al ámbito romano. Francisco alentó procesos similares en las iglesias locales. Un caso emblemático fue la aprobación de la beatificación de Floribert Mbwana, mártir congoleño asesinado por denunciar la corrupción. Con ese gesto, el Papa vinculó la santidad con la justicia y elevó a los altares una figura símbolo de resistencia ética.

En enero de 2024, Francisco aprobó nuevas normas para facilitar las denuncias de corrupción, fortaleciendo la protección de quienes se atreven a señalar irregularidades. El mensaje era claro: la transparencia no puede depender únicamente de la buena voluntad, necesita estructuras que la sostengan.

Aunque el impulso reformista de Francisco se proyectó con una fuerza particular, la raíz de estos cambios se remonta al pontificado de Benedicto XVI, quien ya había comenzado a mover algunas piezas en esta dirección. Pero fue Francisco quien imprimió una dirección política firme, y sobre todo pública, a esa lucha. El Papa argentino no solo quería una Iglesia más pobre, como solía repetir, quería una Iglesia más honesta.

En su autobiografía Esperanza, Francisco profundiza en el origen ético de su visión. Desde su juventud, marcada por la sencillez y la cercanía con los más humildes, comprendió que el poder debía ejercerse como servicio. Que no existe transformación estructural sin una conversión del corazón. Que las instituciones no cambian desde los escritorios, cambian desde el ejemplo.

Su reforma económica tuvo tres objetivos fundamentales: aumentar la transparencia, combatir la corrupción y reducir el despilfarro. Ninguno de estos desafíos era simple. Los intereses consolidados, la complejidad del aparato financiero vaticano y la cultura de secretismo arraigada durante décadas, ofrecieron una resistencia tenaz. Pero Francisco avanzó. A veces a paso firme, otras con pasos más discretos. Sin triunfalismos, pero con una determinación inquebrantable.

Como él mismo dijo en una ocasión, “la corrupción más que un pecado es una enfermedad que hay que curar”. En esta línea, la exhortación apostólica Evangelii Gaudium proclama que “(…) los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones— cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes”. El legado de Francisco reside precisamente en haber entendido que la respuesta no podía ser únicamente moralista. Era necesario construir mecanismos, garantizar el acceso a la información, abrir las puertas de los despachos y los balances. Crear una cultura institucional que haga cada vez más difícil esconder la corrupción.

Mientras miles de fieles rezan y le rinden homenaje, queda una tarea viva. El sistema que Francisco comenzó a limpiar aún requiere vigilancia. Su muerte no debe clausurar el proyecto, sino despertarnos a su urgencia. Un legado que trasciende las murallas del Vaticano e ilumina a todas las organizaciones.

El mundo necesita líderes que entiendan que la ética no es una etiqueta. Que la verdad no se administra, se habita. Y que el poder, cuando no se entrega al servicio, se vuelve campo fértil para la corrupción. Francisco lo supo, lo vivió y lo enfrentó.

Por eso, hoy más que nunca, su frase resuena con la fuerza de una consigna ineludible: “Pecador, sí. Corrupto, no”. Un mensaje que define una vida. Una brújula moral para tiempos extraviados.

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