Lenguaje versus realidad, la verdad de las mentiras

El lenguaje es el principal instrumento de la negativa del hombre a aceptar el mundo tal como es (George Steiner, 1975). Somos interpretados y hechos por el lenguaje, se dice que es el mayor logro de la humanidad. Pero, en general, se desempeña pobremente en la representación de la realidad. Es una fuente constante de distracción, desvío y sombra. Analizamos la reciente obra de Nick Enfield, investigador del lenguaje, que explica por qué es malo para los científicos (que están obligados por la realidad) pero bueno para los abogados (que quieren ganar sus casos). Agregamos nosotros: es todavía mejor para los Compliance Officers, que deben influir en las conductas de los colaboradores para que tomen buenas decisiones bajo presión. Pero el lenguaje también puede ser peligroso cuando cae en las manos equivocadas y merece nuestro más profundo respeto. Comprender cómo funciona el lenguaje es crucial para abordar los desafíos más apremiantes del Compliance, incluidos el sesgo cognitivo humano, la persuasión, el papel de las palabras en nuestro pensamiento y mucho más.

Por Raúl Saccani

La realidad importa porque nuestra supervivencia depende de ella. Para navegar por la realidad, como individuos, primero reducimos su complejidad a través de la interfaz de la percepción sensorial. Pero para coordinarse en torno a la realidad, en concierto con otras personas, nuestra fortaleza como especie ha sido agregar otra interfaz con mayor nivel de transformación: el lenguaje. Nick Enfield dice que nos presentamos la realidad unos a otros en piezas delineadas por el lenguaje, y cita al matemático Friedrich Waismann: el lenguaje es el cuchillo que usamos para cortar hechos. Y como cualquier cuchillo, el lenguaje es a la vez destructor y creador. No nos coordinamos en torno a la realidad sino en torno a versiones de la realidad talladas en palabras. El resultado es incómodo para el científico, pero conveniente para el abogado. Todavía más para el Compliance Officer.

Es que incluso la pura ficción de una novela también tiene su cuota de realidad. Cuenta Vargas Llosa que desde que escribió su primer cuento le han preguntado si lo que escribía “era verdad” y que, no importa cuán sincera sea su respuesta, siempre le queda la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el centro del blanco. En efecto, dice el autor peruano, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Pero conviene pisar con cuidado, pues este camino —el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los invitadores oasis que aparecen en el horizonte suelen ser espejismos.

Volviendo al terreno de la verdad -o posverdad- un problema es que naturalmente tomamos nuestras versiones del mundo dadas por las palabras como confiables. Y cuando sentimos que entendemos algo claramente, esto tiene un efecto de “terminación del pensamiento”, como lo expresa el filósofo Thi Nguyen: “Una sensación de confusión es una señal de que necesitamos pensar más. Pero cuando las cosas nos parecen claras, estamos satisfechos”. Esto crea una especie de vulnerabilidad cognitiva que permite que las personas sean manipuladas por cualquier sistema de pensamiento que sea “seductoramente claro”. Enfield dice que el lenguaje mismo es uno de esos sistemas seductoramente claros. De hecho, proporciona las herramientas y los materiales para construir cualquier otro tipo de sistema social, desde el micronivel de nuestras relaciones sociales hasta el macronivel de nuestras más altas instituciones sociales y políticas. De esta manera, un idioma no es solo una fuente de marcos que dirigen la atención y amarres para la coordinación social, es una gran colección de interruptores para la mente (clave para las heurísticas rápidas y frugales descritas por los autores de la economía del comportamiento).

Al traducirse en palabras, los hechos sufren una profunda modificación. El hecho real (dice Vargas Llosa: “la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé”) es uno, en tanto que los signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito. Tal es el poder del lenguaje. Y así, el Compliance Officer, en una organización cuyos miembros requieren desesperadamente que se les diga lo que tienen que hacer, tiene el deber de saber y comprender cómo funciona el lenguaje, tanto en los demás como en sí mismo. Tiene la responsabilidad de ser consciente de cómo sus elecciones lingüísticas manipulan la atención de las personas. Y cuando escuchan las cosas que otros dicen, sobre todo de los colaboradores más expuestos a riesgos de Compliance, deberán ser conscientes de sus objetivos y motivaciones, que subyacen a sus elecciones de ciertas palabras y no de otras. Si las palabras de cierto Gerente nos invitan a coordinarnos en torno a alguna construcción lingüística de la realidad, debemos preguntarnos: ¿Por qué de esta forma? ¿Cuáles son las razones de esta persona para decir eso y para decirlo así? ¿De qué otra manera se podría haber dicho?

Ciertos personajes políticamente poderosos, tanto del mundo corporativo como en los gobiernos, en algún punto buscarán explotar y manipular a las personas con palabras, para establecer los términos para la coordinación social y doblar los significados de las palabras o invertirlos por completo. En palabras del gran maestro de ajedrez y activista Garry Kasparov: “Si eres un ladrón, acusa a tus enemigos de robo. Si es corrupto, acusa a tus rivales de corrupción. Si eres cobarde, acusa a los demás de cobardía. La evidencia es irrelevante; el objetivo es diluir la verdad.” Cuando los dictadores etiquetan a otros con palabras que se aplican a ellos mismos, estos no son actos de “mera proyección”, dice Kasparov, “son una táctica para bajar la vara moral para todos”, transmitiendo en última instancia “que no hay bien ni mal, no hay verdad, solo poder”.

Ahora bien, las buenas prácticas en Compliance recomiendan, para demostrar el apoyo de alto nivel al Programa de Integridad, la emisión de una declaración general de valores y una política general emitida directamente por el Directorio, involucrando su firma, su voz, su imagen y su presencia en la comunicación y transmisión del mensaje. La “tolerancia cero” con la corrupción expresada por el Directorio (o quien sea que ejerza de manera pública y visible la conducción de la organización) deberá definir abiertamente su compromiso anticorrupción a partir de una breve declaración pública de intenciones que clarifique frente a los integrantes y la comunidad en general los valores éticos de la entidad.

¿Podrían las meras palabras de la Alta Dirección crear o destruir el sentido moral de la organización? Si y no. Las palabras no pueden controlar directamente la visión del mundo de las personas. Por lo general, las personas ya saben lo que creen, o quieren creer, acerca de una situación. En su libro “No nacimos ayer: la ciencia de en quién confiamos y en qué creemos”, Hugo Mercier utiliza los últimos hallazgos de la psicología experimental para mostrar cómo cada uno de nosotros está dotado de sofisticados mecanismos cognitivos de vigilancia abierta. El autor demuestra cómo prácticamente todos los intentos de persuasión masiva, ya sea por parte de líderes religiosos, políticos o anunciantes, fracasan miserablemente. Basándose en hallazgos recientes de la ciencia política y otros campos que van desde la historia hasta la antropología, Mercier muestra que la narrativa de la credulidad generalizada, en la que el público es fácilmente engañado por demagogos y charlatanes, es simplemente errónea.

Siguiendo a Enfield, el Compliance Officer sabrá que las palabras nunca deben ser nuestra medida confiable de la realidad, porque las palabras no se quedarán quietas. Tendrán el deber de prestar atención a la realidad, siempre a un paso de distancia de las descripciones verbales pensables de la misma. La realidad será último anclaje. Los ejemplos de conductas concretas alineadas con la ética serán su medio de comunicación más potente. La decisión de salir de un negocio por representar un riesgo que no se puede tolerar hablará más que mil palabras en un Código de Conducta. No dejar pasar una sola oportunidad, aunque se camine por el abismo, también lo hará.

El desacople entre los dichos y los hechos genera el riesgo de que cierto marco o narrativa, por ejemplo, una que transmita una proposición falsa, engañosa o dañina, se normalice. Se verá y escuchará con más frecuencia. Se volverá anodino, dice Enfield, en el sentido literal de que la gente ya no lo comentará. Cuando algo que alguna vez fue una infracción notoria ya no es sorprendente ni sancionable, puede pasar desapercibida. El idioma importa aquí, dice el autor, porque la responsabilidad social sería imposible sin él. Así como el lenguaje es el dispositivo que usamos para construir el orden social, es el dispositivo que usamos para llamar la atención sobre las transgresiones. Esto es importante porque cuando aceptamos coordinarnos en torno a los marcos que se nos entregan, estamos aceptando un conjunto de razones “válidas” para la acción “¿Por qué aceptaste la extorsión del sindicato? Porque la defensa de los derechos de los trabajadores no es violencia”. “¿Por qué pagaste la coima? Porque acá no se puede trabajar si no lo hago”. “La única salida de este país es Ezeiza”. Cuando aceptamos que ciertos marcos pueden mantenerse, aceptamos vivir en el mundo creado por las acciones que esos marcos defenderían. La mayoría de nuestras palabras son lo suficientemente vagas como para permitir margen de maniobra y superposición, incluso cuando tenemos una medida precisa de los hechos. En última instancia, dice Enfield, nuestras elecciones de palabras son ofertas para establecer los términos que más nos convengan, no necesariamente los que nos acercan más a la verdad.

El poder de enmarcar argumentos de manera persuasiva no es intrínsecamente bueno o malo. Pero cuando se ejerce ese poder, sus efectos son reales y debemos responsabilizarnos de ello. Es posible examinar las propias elecciones lingüísticas y volverse más consciente de ellas, de lo que están haciendo, qué historia están contando, qué consecuencias permitirían, y quiénes seríamos al elegirlas.

George Orwell en “La política y el idioma inglés” (1946) hizo comentarios sobre los métodos por los cuales la escritura política eufemística puede “defender lo indefendible”: “Los pueblos indefensos son bombardeados desde el aire, los habitantes expulsados al campo, el ganado ametrallado, las chozas quemadas con bombas incendiarias: esto se llama pacificación” Más recientemente y en otro contexto escuchamos: "He tomado la decisión de llevar a cabo una operación militar especial. Su objetivo será defender al pueblo que durante ocho años ha sufrido persecución y genocidio por parte del régimen de Kiev. Para ello, apuntaremos a la desmilitarización y desnazificación de Ucrania", dijo Vladimir Putin al justificar la invasión de ese país en febrero de 2022. Tal fraseología es necesaria si uno quiere nombrar cosas sin evocar imágenes mentales de ellas, como dijo Orwell.

Pero no estamos simplemente sujetos a la seducción del lenguaje. Tenemos control, podemos conscientemente revisar nuestro lenguaje para reflejar nuevos valores y prioridades. Cuando cambian las normas que quieren defender, se modifica la forma en que elije retratar la realidad. Y esto es clave. Entre las muchas cosas para las que sirve, el lenguaje es un dispositivo para elegir entre diferentes formas de representar una misma realidad. Creamos nuestros mundos por el lenguaje que usamos. Por eso es tan importante hablar con nuestros colaboradores sobre temas difíciles sin eufemismos y de manera directa.

Debido a que el lenguaje es a la vez poderoso y defectuoso, al igual que nuestra facultad de razonar, tenemos la responsabilidad de usarlo de manera consciente y ética. Esto significa ser precisos y justos en las palabras que elegimos teniendo en cuenta los objetivos que queremos perseguir. También significa esforzarse por saber lo que significa ser preciso y justo, porque significará cosas diferentes en distintas ocasiones. Y cuando nos referimos a nuestra responsabilidad en el uso del lenguaje, no sólo se trata de las cosas que decimos, sino cómo las interpretamos, entendemos y actuamos sobre lo que dicen otras personas.

Los whistleblowers alzan su voz frente a una realidad contraria a sus principios. Tienen el coraje de usar el lenguaje para comunicar ciertos eventos y, al hacerlo, se paran en la vereda de en frente que transitan aquellos que se presentan como “víctimas” de una situación de corrupción, que son simplemente arrastrados a hacer lo que hicieron (en parte, debido al lenguaje utilizado en las comunicaciones de sus superiores sobre cómo se hacen negocios en determinada industria o país), aun cuando sean adultos que pueden distinguir entre el bien y el mal. Tendemos a hablar de la misma manera que los demás en nuestra comunidad, pero al estar de acuerdo con las formas mayoritarias de enmarcar las cosas, especialmente dentro de los límites de nuestras subculturas, podemos encontrarnos circulando tomas inapropiadas e inexactas ¿Somos entonces simplemente víctimas inocentes del contexto? ¿O deberíamos ser responsables de cómo hablamos?

Este es uno de los desafíos más apremiantes si buscamos cerrar las grietas que nos dividen como sociedad: identificar criterios mediante los cuales podamos determinar, y acordar, las mejores formas de describir las cosas que nos preocupan, dado que siempre hay alternativas. Es un deber para con nosotros mismos y con los demás, y con nuestras comunidades, esforzarnos por lograr que nuestro idioma sea exactamente correcto. Por supuesto, habrá desacuerdo, pero podemos y debemos avanzar. Requiere que tomemos en serio nuestra comprensión compartida de lo que significan las palabras. Gracias a nuestro incorregible sesgo de confirmación, por lo general somos demasiado rápidos para asumir que los demás usan e interpretan las palabras de la misma manera que nosotros. Cuando, sin pensarlo, aumentamos la señal de alguna información errónea, incluso simplemente haciendo clic en "Me gusta" en una publicación que no hemos verificado, estamos echando leña al fuego.

En la práctica, dice Enfield, la mayor parte del tiempo estamos en un mercado de justificaciones en el que compramos palabras, no porque contengan ideas, sino porque contienen historias sobre ideas. Por lo general, ya sabemos lo que creemos. Lo que buscamos son declaraciones para justificar esas creencias, a la manera del abogado. El lenguaje puede ser bueno para esta función, pero podemos usarlo para hacerlo mejor, persiguiendo la búsqueda colectiva de la verdad con humildad, proporcionando mapas y anclajes compartidos, creando derechos y deberes, y dando sentido a nuestras mentes sociales.

Documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería, dice Vargas Llosa, una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. ¿Qué será mejor en Compliance? ¿describir la realidad con la precisión de la ciencia o la persuasión de la novela?

Bibliografía:

  • Nick Enfield - Lenguaje versus realidad: por qué el lenguaje es bueno para los abogados y malo para los científicos - Cambridge, Massachusetts, Ed. The MIT Press, 2022.
  • Hugo Mercier - Not Born Yesterday: The Science of Who We Trust and What We Believe – ed. Princeton University Press, 2019.
  • Hugo Mercier y Dan Sperber - The Enigma of Reason: A New Theory of Human Understanding - Harvard University Press, 2017. La imagen que ilustra este artículo es una captura de pantalla de la tapa de este libro.
  • Mario Vargas Llosa – La verdad de las mentiras – Ed. Seix Barral, 1990.
  • George Orwell - La política y el idioma inglés - Horizonte 13, no. 76 (1946): 252–265.
Nota del autor: Los puntos de vista y opiniones de Raúl Saccani en este artículo son realizados a título personal y no en representación de la Universidad Austral, el IAE Business School, el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA o Deloitte S-LATAM y afiliadas. En ningún caso podrá ni deberá considerarse la información, análisis y opiniones brindadas en todo o en parte de esta obra como asesoramiento, recomendaciones u opiniones profesionales o legales. El lector que necesite tomar decisiones sobre los temas aquí tratados deberá asesorarse específicamente con profesionales capacitados que evalúen las características, normas legales y conceptos aplicables a su caso específico.