Coldplaygate y el linchamiento del Jumbotron

Todo empezó con una cámara gigante y un estadio lleno. El 16 de julio de 2025, en medio del concierto de Coldplay en el Gillette Stadium de Massachusetts, el Jumbotron —esa pantalla descomunal que transforma gestos privados en espectáculo público— proyectó a una pareja abrazada. A simple vista, parecía otro momento inofensivo de una Kiss Cam. Pero en apenas 15 segundos, la imagen —tan breve como cargada de culpa— capturó el principio del fin para el CEO y la directora de Recursos Humanos de una empresa tecnológica estadounidense. El estadio celebró. TikTok grabó. Y la red dictó sentencia. Lo que para los presentes fue una escena fugaz se convirtió, horas después, en una implosión viral. Las redes no solo viralizaron el abrazo: lo reinterpretaron como símbolo. ¿Romance oculto? ¿Favoritismo? ¿Abuso de poder?

Desde entonces, el caso –bautizado Coldplaygate– ha sido diseccionado como una tragicomedia moderna: memes, indignación moral, merchandasing, teorías de poder y deseo. Pero más allá del morbo, el episodio plantea un dilema profundo: ¿dónde termina la vida privada de un líder y dónde empieza su responsabilidad pública? La renuncia del CEO fue casi inmediata. La directora de HR, en cambio, desapareció en el silencio institucional. El comunicado oficial fue tan frío como predecible: “no se cumplieron los estándares de conducta”. Nada más. Nada menos.

El episodio también reavivó un debate pendiente: el de las relaciones laborales atravesadas por jerarquías. En la era post-#MeToo, una relación entre un CEO y su subordinada –aun si es consensuada– está inevitablemente bajo sospecha. Las empresas necesitan políticas claras que no criminalicen el amor, pero tampoco toleren la opacidad.

Más inquietante aún es el fenómeno del linchamiento digital. La viralidad del video desató una ola de vigilancia colectiva: identidades filtradas, apuestas sobre divorcios en plataformas como Polymarket, y una economía de la vergüenza convertida en entretenimiento. No hubo denuncia ni delito. Solo exposición. Pero suficiente para destruir reputaciones.

Como canta Coldplay en Viva La Vida: “I used to rule the world / now I sleep alone.” El líder, que ayer comandaba la visión de una empresa, hoy es barrido por la ola de un juicio público sin derecho a contexto. La caída no fue por una decisión estratégica, sino por un instante personal capturado “sin consentimiento”. En definitiva, el Coldplaygate no trata de infidelidad, sino de los límites –cada vez más borrosos– entre lo íntimo y lo institucional. Las empresas deberán aprender que no basta con códigos de ética si no hay cultura viva que los sostenga. Y nosotros, como sociedad, debemos decidir si cada abrazo es una evidencia o si todavía queda espacio para el error humano.

Por Raúl Saccani

Imagen: 404 Media

Introducción

Más de ciento veinte millones de visitas después, es difícil creer que todo esto empezó con un concierto. No un titular. No una filtración. No un rumor cuidadosamente plantado. Solo una noche de sábado normal donde miles de fans de Coldplay bailaban y cantaban, completamente inconscientes de que estaban a punto de presenciar el comienzo de una implosión corporativa. La Kiss cam estaba grabando. La banda estaba a mitad de un concierto. Y en solo quince segundos, con un destello de lenguaje corporal culpógeno, un intento fallido de esquivar la cámara y un chiste improvisado de Chris Martin, dos personas pasaron de ser profesionales respetados al centro de uno de los escándalos públicos del año. El momento habría pasado de largo como parpadeo si no fuera porque alguien lo capturó y publicó. Y una vez que tocó TikTok, explotó.Los desventurados amantes eran los ahora ex CEO y Directorade Recursos Humanosde una empresa de inteligencia artificial llamada Astronomer.

Lo que siguió fue un fenómeno sociotecnológico: memes, teorías, publicaciones falsas, comentarios moralizantes, indignación, humor cruel y hasta productos de merchandising aparecieron en internet. La escena, carente de contexto, se volvió una metáfora viral de la intimidad expuesta, del poder desenfrenado de la opinión pública y de los límites cada vez más difusos entre lo privado y lo institucional.A medio camino entre “The Office” y “Black Mirror” nos ofrece una ventana a la naturaleza humana desde múltiples ángulos. Infidelidad, conflicto de intereses, cinismo, privacidad, culpa, valores, género, vergüenza, polarización, ambigüedad, ética, exposición, schadenfreude,redes sociales, hipocresía, espacio público-privado, Compliance. Todo metido en la misma bolsa.

Más allá de los detalles personales del escándalo —que son menos relevantes que su impacto estructural—, el“Coldplaygate” permite analizar, en tiempo real, una serie de tensiones contemporáneas entre ética, reputación y liderazgo. Se trata de un caso límite que evidencia cómo las decisiones (y omisiones) de las organizaciones frente a situaciones ambiguas son cada vez más observadas, juzgadas y amplificadas en espacios donde el control narrativo ya no pertenece exclusivamente a la empresa.

Este artículo se propone indagar la perspectiva ética, organizacional y estratégica. El objetivo no es emitir un juicio moral, sino comprender los desafíos que enfrentan hoy las organizaciones cuando se viraliza lo personal, y cómo estas situaciones requieren nuevas formas de gobernanza, comunicación y toma de decisiones.

Visibilidad involuntaria y crisis de reputación espontánea: Cuando la intimidad estalla en la plaza pública

Ningún manual de crisis, por más exhaustivo que sea, contempla el efecto de una kisscam. Ningún Programa de Integridad —ni siquiera los más lúcidos— alcanza a prevenir el momento en que una cámara sin nombre captura, de manera abrupta, la gestualidad ambigua de un vínculo privado. Lo que ocurrió aquella noche de julio en el Gillette Stadium fue una escena breve, banal, pero cargada de símbolos. Y los símbolos, cuando se activan en el espacio público, ya no obedecen a nadie.

La imagen se volvió viral, sin aclaración, sin derecho a réplica. Un gesto suficiente para que millones de personas interpretaran, juzgaran, sentenciaran. Una escena sin texto que la red llenó de palabras.Ya no importa si se trató de una relación consentida, de una amistad, de un malentendido. Y con todas las versiones de relaciones que existen —abiertas, cerradas, mixtas, poliamorosas, híbridas, fatuas, de “no preguntes, no digas” y muchas otras—, ¿cómo podemos fingir que conocíamos las suyas?Lo que importa es lo que la imagen representa. Y lo que representó para millones fue una alegoría contemporánea dela infidelidad, del poder, del deseo, de la jerarquía mal administrada.

La viralización del episodio activó lo que podríamos llamar un tribunal social de legitimidad emocional. Sin información confirmada, sin contexto ni descargos, la opinión pública emitió su veredicto: “culpables” de una falta moral (adulterio, favoritismo, hipocresía), “irresponsables” por comprometer la imagen de su empresa, “sospechosos” por la ambigüedad de su reacción.En este sentido, la velocidad de juicio no solo afectó la reputación individual, sino también la narrativa institucional de Astronomer como empresa moderna, diversa y ética.En menos de 72 horas, Andy Byron renunció a su cargo y Kristin Cabot desapareció de la escena institucional sin comunicado, sin defensa, sin nombre.

El capital simbólico de una empresa ya no está formado solo por sus resultados financieros o su tecnología, sino por la coherencia percibida entre sus valores declarados y el comportamiento de sus figuras visibles.En este sentido, el episodio fue un evento reputacional crítico, en el que lo inesperado puso en juego las bases invisibles de la confianza.

¿Cuál fue la primera reacción de la empresa? “Astronomer está comprometida con los valores y la cultura que nos han guiado desde nuestra fundación. Se espera que nuestros líderes marquen el estándar tanto en conducta como en responsabilidad y, recientemente, ese estándar no se cumplió”, subrayaron.

Imagen: comunicado oficial de Astronomer.

Una cuestión de valores, como lo puso Astronomer.

El comunicado institucional fue correcto, pero no memorable. Reconocía que “los estándares de conducta no se habían cumplido” y anunciaba la renuncia del CEO. Nada más. Nada menos. Pero no contiene un pedido de disculpas público a los empleados, clientes o stakeholders afectados por el escándalo.No menciona medidas correctivas concretas: ¿se revisarán las políticas internas sobre relaciones jerárquicas?,¿se reforzará la cultura de integridad?No hay empatía: el tono es frío, técnico, casi corporativo en exceso.El silencio respecto de Cabot no sorprende, como explicaremos más adelante.

Pete DeJoy, cofundador de la empresa, tomó las riendas de Astronomer después de que su deshonrado jefe renunciara: “El protagonismo ha sido inusual y surrealista para nuestro equipo y, aunque nunca hubiera deseado que sucediera así, Astronomer ahora es un nombre familiar”, dijo DeJoy en una publicación de LinkedIn.El nuevo CEOentendió —quizá por intuición, quizá por consejo— que había que hablar. No solo como administrador de una empresa, sino como custodio de un relato colectivo dañado. Lo hizo con un mensaje emocional, agradeciendo a su equipo: una carta abierta donde no nombra el hecho, pero lo envuelve con una épica resiliente: crecimiento, pandemia, comunidad, misión. Y aunque no borra la herida, propone una narrativa nueva: esto no nos define, seguimos de pie.

“We’re here because the mission is bigger than any one moment.”Esa frase, pronunciada como un acto de reencuadre, fue más eficaz que cualquier justificación legal. A veces, el liderazgo no consiste en explicar el pasado, sino en reclamar el derecho a un futuro.

El escándalo y su reformulación mediática

Interludio irónico: Gwyneth Paltrow y la reescritura del escándalo

En los días posteriores al escándalo, cuando la ola de juicios morales y memes parecía no tener fin, Astronomer ejecutó una jugada que, en términos narrativos, rozó lo brillante. En lugar de negar el episodio, pedir disculpas formales o refugiarse en el silencio institucional, la empresa eligió un camino menos convencional: reapropiarse del relato con ironía calculada y elegancia pop.

El vehículo elegido fue un spot publicitario producido por Maximum Effort, la agencia de Ryan Reynolds —conocida por convertir momentos incómodos en contenido viral con conciencia de marca—. La protagonista: nada menos que Gwyneth Paltrow, actriz, empresaria del bienestar y, detalle no menor, exesposa de Chris Martin, líder de Coldplay.

Fuente: YouTube.

La escena, filmada en clave de comedia sutil, no menciona el incidente directamente. No hace falta. Cada línea, cada gesto, cada pausa está construida para que el espectador entienda que sabe perfectamente de qué está hablando sin decirlo. Paltrow responde preguntas supuestas del público: “¿OMG, what the actual f…?” o “¿Cómo están manejando esto en redes?” con una mezcla de falsa inocencia y precisión retórica. Y luego, como si nada hubiera pasado, redirige la atención hacia los servicios de Astronomer en inteligencia artificial y gestión de datos.

Lejos de banalizar el conflicto, la campaña opera como una alquimia narrativa: toma el dolor reputacional, lo filtra por la ironía, lo resignifica a través de una figura culturalmente respetada, y devuelve a la marca un control que había perdido.

No es un chiste. Es una forma contemporánea de reparación simbólica. Una que entiende que en tiempos de juicio emocional instantáneo, la respuesta más inteligente no siempre es el silencio, sino la ironía lúcida para descomprimir el daño, resignificar el sentido, y abrir una nueva escena.

La campaña no solucionó el problema ético. Pero hizo algo que ninguna medida disciplinaria podía hacer por sí sola: recuperó el pulso narrativo, volvió a poner a Astronomer en control de su propia historia. Con arte. Con humor. Y, sobre todo, con una sensibilidad estratégica pocas veces vista.

Exposición digital involuntaria: ¿dónde termina lo privado y comienza lo público?

El caso de Astronomer no solo sacudió los cimientos éticos de la organización. También desató una conversación más amplia sobre la fragilidad de la frontera entre lo privado y lo público en la era digital. Cuando una figura corporativa es grabada en un espacio semipúblico —un concierto masivo— y su imagen se viraliza sin contexto, ¿qué derechos le asisten como individuo? ¿Y qué responsabilidades le caben como líder?

La exposición digital involuntaria se ha convertido en una amenaza latente para quienes ocupan posiciones visibles. Ya no es necesario un acto ilícito ni una denuncia formal: basta con unos segundos de video, grabados con un celular y compartidos en redes sociales, para desencadenar un juicio sumario en el tribunal de la opinión pública. El contenido —aislado de cualquier narrativa explicativa— circula con la velocidad del escándalo y la ambigüedad suficiente para habilitar toda clase de interpretaciones, muchas de ellas morbosas, otras directamente lesivas.

¿Es ilegal grabar un concierto?

En Estados Unidos, no existe una prohibición federal explícita para que una persona grabe un concierto en vivo. A diferencia de obras dramáticas o coreográficas, las actuaciones musicales en vivo no están protegidas automáticamente por derechos de autor, aunque sí la composición o la grabación original que se interpreta. Esto deja al registro en vivo de los conciertos en una zona legal ambigua.

Aunque grabar una actuación en vivo con un celular no es ilegal per se, publicar esa grabación en redes sociales puede implicar una infracción de derechos conexos. Según la Convención de Roma y reglamentaciones internacionales relacionadas, los artistas tienen el derecho de controlar la difusión de sus interpretaciones, incluso si no eran parte del negocio grabable original.En EE.UU., la jurisprudencia sobre grabaciones de conciertos no está completamente definida, pero algunos casos (como Zacchini vs. Scripps‑Howard) sugieren que se puede invocar el derecho de publicidad si se transmite una actuación completa sin consentimiento. Mientras tanto, se considera que pequeñas grabaciones para uso personal podrían encajar bajo la doctrina de uso justo (fair use). Grabarlas no es ilegal necesariamente, pero su publicación masiva sí puede implicar reclamos de derechos por parte de los artistas o los organizadores del evento.

Publicar un video viral sin contexto —aunque en principio no fue grabado por un tercero con ánimo comercial— expone a riesgos legales si se reproduce públicamente contenidos protegidos por copyright o si el artista titular invoca derechos conexos.

Para la empresa o los afectados, aunque el interés principal no sea legal sino reputacional, este escenario muestra la importancia de considerar la dimensión legal de la exposición digital involuntaria, especialmente cuando la imagen o voz del líder es grabada y difundida sin autorización explícita.

Entre la vigilancia colectiva y la economía de la vergüenza

El Coldplaygate constituye una parábola distópica de nuestra era. Lo que en otro tiempo hubiera quedado como una anécdota privada compartida entre los presentes, fue transformado por las redes sociales en un símbolo viral, un espectáculo público sin contexto ni derecho al olvido.La escena fue inmediata e implacablemente desmenuzada por los usuarios de TikTok, Reddit, X y otras plataformas. Sin mediación institucional ni resguardo alguno, internautas identificaron los nombres, cargos, perfiles laborales y familiares de los involucrados. Este fenómeno de crowdsourcing de información personal, donde usuarios actúan como detectives digitales para doxear (exponer) identidades, opera con una eficiencia aterradora. Herramientas de reconocimiento facial como PimEyes, sumadas a la disponibilidad de datos abiertos en redes, hicieron de un video de 15 segundos un juicio moral global.

Como señalan Jason Koebler y Matthew Gault en su crónica para 404 Media, el escándalo de Astronomer encarna una dinámica inquietante: la normalización del escrutinio digital sin garantías ni debido proceso. En cuestión de horas, las redes sociales no solo ya conocían el nombre de Byron, sino también el de su esposa, el de Cabot, el nombre de otra empleada presente en el estadio (desmentido luego), y hasta especulaban sobre divorcios, rupturas y despidos. El espacio privado —emocional, conyugal, laboral— fue absorbido por una esfera pública digital que no admite matices. La viralidad, al mismo tiempo, se convierte en sentencia.

Lo más perturbador es que esta exposición no fue causada por una denuncia formal ni por una conducta delictiva. No hubo una víctima explícita ni un crimen. Pero el público digital, activado por su adicción al escarnio, actuó como fiscal, jurado y verdugo. La vergüenza viral se transformó en una moneda especulativa: plataformas como Polymarket crearon mercados de predicción sobre el destino de Byron y Cabot, permitiendo a los usuarios apostar dinero sobre si fueran despedidos o si divorciarían. Se habían comprometido más de 35.000 dólares para predecir las posibilidades de que Byron siga siendo CEO, mientras que un mercado independiente sobre su estado civil tenía un fondo de 30.000 dólares. La vida privada de estas personas fue convertida en entretenimiento y en juego de apuestas.

La economía de la vigilancia, antes patrimonio del Estado y sus aparatos de control, ha sido democratizada —aunque no por ello humanizada—. Hoy, cualquiera puede ser expuesto, investigado y condenado por millones. No hay derecho al contexto, a la explicación o a la defensa. Peor aún, las plataformas y las marcas capitalizan la viralidad sin asumir responsabilidad. Estudios como NEON, marcas como Chipotle, e incluso entidades públicas como el Departamento de Saneamiento de Nueva York utilizaron imágenes de la pareja para promociones y mensajes oportunistas.

Aquí se entrecruzan dos tensiones éticas fundamentales: por un lado, el derecho a la privacidad y al contexto de cualquier ser humano, incluso de un CEO; por el otro, la responsabilidad social del crowd digital, que actúa sin freno en nombre de una supuesta justicia emocional. El resultado es una forma renovada de panóptico, donde lo íntimo puede ser exhibido y juzgado sin consentimiento, sin jurisdicción clara, y sin posibilidad de reparación.

Las empresas deben prepararse para este tipo de crisis no solo como amenazas reputacionales, sino como síntomas de una nueva cultura donde lo visible —y no necesariamente lo ético o lo legal— se convierte en lo sancionable. La exposición digital involuntaria de líderes plantea dilemas profundos sobre los límites del escrutinio público, el derecho al error privado y la necesidad de construir protocolos para enfrentar la vigilancia simbólica de masas.

Romance y poder en el entorno organizacional

Relaciones laborales y asimetría de poder: Implicancias estructurales de las relaciones afectivas en contextos jerárquicos

Tras el escándalo del concierto de Coldplay, Andy Byron renunció al cargo de CEO de manera casi inmediata, mientras que Kristin Cabot permaneció de licencia. No fue despedida de forma inmediata, lo que generó cuestionamientos públicos respecto a la coherencia de la respuesta institucional. Sin embargo, expertos de US en materia laboral señalaron que la empresa podría estar evaluando cláusulas contractuales, indemnizaciones y procesos internos antes de tomar una decisión definitiva respecto a Cabot. Si la relación fue consensuada y no hubo acoso, la ruptura de contrato sin causa podría generar riesgos legales para Astronomer, de manera que podría existir una negociación para una salida “en buenos términos”, privilegiando la confidencialidad sobre una desvinculación inmediata.

Por otro lado, se rumorea que el incidente ha provocado un intenso escrutinio interno. Cada decisión de la saliente Directora de HR estaría siendo “evaluada bajo el microscopio”. Un whistleblower habría presentado cuestionamientos sobre la ética de la compañía, el favoritismo y el posible “uso indebido del poder” al afirmar que la contratación de Kristen no fue transparente. Se alega que Byron insistió en incluirla en la ronda final de entrevistas después de conocerla en un evento tecnológico meses antes, sin revelar esa conexión. Esto ha llevado a analistas de la industria a especular si el Board de Astronomersabía de la relación o, peor aún, ayudó a encubrirla, lo que podría exponer a la compañía a demandas, retiro de inversiones y escrutinio regulatorio. Tan solo unos meses antes del escándalo, la empresa de software privada recaudó casi 100 millones de dólares de importantes inversores, entre ellos Bain Capital, Salesforce, Venrock y Meritech.Astronomercompletó una ronda de financiación de Serie D en mayo que valoró la empresa en 775 millones de dólares, según PitchBook.Hasta el momento, ninguno de esos inversores ha comentado el revuelo viral que rodea a la empresa.

La viralización del video habría derivado en una serie de filtraciones de información interna. Múltiples empleados anónimos, algunos bajo acuerdos de confidencialidad (NDA), comenzaron a filtrar información a periodistas y creadores de contenido. Han aparecido correos electrónicos internos y capturas de pantalla que muestran “reacciones de emoji que no tenían nada que ver con el trabajo”. Las filtraciones apuntan que Byron,supuestamente, habría acelerado personalmente la incorporación de Cabot, incluso reescribiendo políticas para permitirle más autonomía. Aunque algunos excolegas de Kristin la han defendido, afirmando que siempre fue profesional y que pudo haber sido coaccionada a una relación que no deseaba.

El movimiento #MeToo colocó bajo escrutinio las dinámicas de poder y sexualidad en el entorno laboral, revelando numerosos casos en que directivos y figuras de autoridad abusaron de su posición para obtener favores sexuales. Ejemplos de alto perfil, como el de Harvey Weinstein en Hollywood, evidencian cómo hombres en posiciones dominantes ofrecieron o condicionaron oportunidades profesionales a cambio de actos sexuales durante años. Estos casos han dado lugar incluso al llamado efecto Weinstein, término con el que profesionales de recursos humanos se refieren al aumento de denuncias de acoso sexual en relaciones jerárquicas tras el #MeToo.

En este contexto, surge la necesidad de distinguir cuidadosamente entre un romance laboral consensuado y el acoso sexual propiamente dicho. Un romance entre colegas puede iniciar de forma voluntaria y mutua, pero en entornos jerárquicos con desequilibrios de poder existe el riesgo de que una relación inicialmente consentida degenere en una situación de acoso si las cosas salen mal o si la dinámica de poder es explotada. La profesora Lisa A. Mainiero (2020) aborda este complejo tema en su artículo “Workplace Romance Versus Sexual Harassment: A Call to ActionRegarding Sexual Hubris and Sexploitation in the #MeToo Era”. En su trabajo, Mainiero explora las diferencias entre romances consensuados y acoso sexual, introduce los conceptos de “hubris sexual” y “sexplotación” para explicar mecanismos de abuso de poder, analiza cómo el liderazgo pasivo contribuye a una cultura de silencio e incivilidad, y propone políticas organizacionales que equilibren la privacidad de relaciones consensuadas con la prevención del acoso. A continuación, se desarrolla cada uno de estos puntos en detalle, sustentados en las ideas de Mainiero y otros estudios, ofreciendo una visión crítica de los riesgos involucrados y recomendaciones para las organizaciones.

Romance laboral consensuado versus acoso sexual

Es fundamental trazar una línea clara entre lo que constituye un romance laboral consensuado y lo que se considera acoso sexual en el trabajo. El acoso sexual es un concepto legal que abarca conductas de naturaleza sexual no deseadas, imponiendo un ambiente hostil o condicionando decisiones laborales. Jurídicamente, se reconocen dos formas principales de acoso sexual:

  • Acoso sexual quid pro quo – Ocurre cuando un superior condiciona beneficios o decisiones laborales (contratación, ascensos, aumentos, retención del empleo, etc.) a la sumisión de la víctima a requerimientos sexuales. En esta modalidad, la negativa a acceder puede suponer un perjuicio profesional para la persona acosada.
  • Acoso sexual por ambiente hostil – Se da cuando las conductas o expresiones de connotación sexual crean un entorno de trabajo intimidante, ofensivo u hostil, interfiriendo irracionalmente con el desempeño laboral de la víctima. Este hostigamiento puede manifestarse en chistes sexuales, comentarios lascivos, contacto físico inapropiado u otras formas de comportamiento sexual que resultan perturbadoras.

En ambos casos, la falta de consentimiento y el abuso de poder son elementos centrales: la víctima es sometida a avances o exigencias sexuales que no desea, frecuentemente por parte de alguien con mayor jerarquía. De hecho, la mayoría de los acosadores ostentan un estatus superior al de sus víctimas y se aprovechan de esa asimetría de poder para forzar situaciones que de otro modo la persona no aceptaría. Las consecuencias del acoso sexual para las víctimas y las organizaciones son ampliamente negativas: disminución de la productividad, aumento del estrés, ausentismo, intención de renunciar, y un deterioro general del clima laboral. Estudios muestran que entornos dominados por hombres con grandes brechas de poder —por ejemplo, ciertas industrias de servicios o empresas con culturas tipo “club de chicos” (bro culture)— registran tasas más altas de acoso sexual, dado que la desigualdad de género y jerarquía facilita dichas conductas. En última instancia, la investigación feminista ha interpretado el acoso sexual como un mecanismo para mantener las desigualdades de género, castigando a las mujeres que amenazan el orden jerárquico tradicional. En otras palabras, más que un acto impulsado solo por deseo sexual, el acoso suele ser una forma de afirmar poder y controlar a quienes desafían las normas establecidas.

Por contraste, un romance laboral consensuado implica una relación íntima voluntaria y mutuamente aceptada entre empleados, sin coerción ni intercambio condicionante de favores laborales. Estos romances pueden darse entre colegas del mismo nivel o entre personas de niveles jerárquicos distintos. Cuando la relación ocurre entre pares (mismo nivel jerárquico), suele percibirse de manera más positiva o al menos neutral por parte de la organización y los compañeros: no existe la misma preocupación de favoritismo ni abuso de autoridad, por lo que tienden a generar menos conflictos de interés. De hecho, algunas investigaciones indican que romances consensuados entre colegas del mismo rango pueden incluso tener efectos positivos, como mayor motivación, compromiso o creatividad de la pareja en el trabajo, sin provocar resentimientos en terceros.

En cambio, los romances que atraviesan la jerarquía (supervisor-subordinado) plantean serios dilemas éticos y prácticos. Mainiero señala que este tipo de relaciones despierta sospechas de favoritismo y manipulación, y pueden resultar altamente disruptivas para el equipo de trabajo. Es común que los compañeros perciban —ya sea fundadamente o no— que la persona en posición de menor rango podría estar recibiendo ventajas indebidas (mejores tareas, promociones, aumentos salariales, trato preferencial) a cambio de la relación íntima con su superior. Esta percepción mina la confianza y la moral del grupo: se ha observado que los romances jerárquicos generan desconfianza, reducen la solidaridad entre colegas y pueden aumentar la rotación de personal debido al disgusto o a la sensación de injusticia que provocan. Además, si la relación termina mal (se torna “agria”), existe el riesgo de que derive en acusaciones de acoso sexual o represalias; por ejemplo, un superior despechado podría hostigar o castigar a su ex-pareja subordinada, o viceversa, alegando que la relación nunca fue verdaderamente consensuada. En síntesis, la diferencia clave entre romance y acoso radica en la presencia o ausencia de consentimiento libre y en la explotación del poder. Pero en la práctica, las fronteras pueden volverse borrosas en relaciones jerárquicas, lo que exige a las organizaciones prestar atención a estas situaciones de riesgo.

“Hubris sexual” y “sexplotación”: abuso dual del poder sexual

Para comprender mejor cómo operan las dinámicas de poder en los romances laborales jerárquicos, Mainiero (2020) introduce dos conceptos novedosos: hubris sexual y sexplotación. Estos términos describen dos caras de una misma moneda, es decir, dos comportamientos oportunistas que surgen de relaciones de poder desequilibradas en el trabajo. Por un lado, la hubris sexual (o arrogancia sexual) se refiere a la mentalidad de excesiva confianza y derecho que desarrolla la persona poderosa, la cual le lleva a abusar de su posición para procurar conquistas sexuales. Por otro lado, la sexplotación (término derivado de sexploitation, explotación sexual con fines propios) describe la estrategia opuesta: un individuo de estatus inferior que utiliza su sexualidad para obtener favores, ventajas o promoción de alguien en una posición superior. En esencia, el poderoso explota su influencia para conseguir sexo (hubris sexual), mientras el subordinado explota su sexualidad para conseguir poder (sexplotación). Ambos fenómenos son reflejo de un entorno donde “el sexo se intercambia por el poder” y evidencian cómo las relaciones aparentemente consensuadas pueden tener trasfondos manipulativos o coercitivos cuando hay desequilibrios jerárquicos.

Mainiero acuña hubris sexual inspirándose en el concepto de hubris (arrogancia desmedida) asociado al poder. Estudios previos en psicología social y neurociencia han demostrado que el poder tiende a inflar la confianza y reducir la empatía de los individuos, alterando su percepción de los demás. Los poderosos suelen volverse más impulsivos, centrados en sus propios deseos y menos conscientes de las perspectivas ajenas, un fenómeno denominado el “paradójico del poder”. En el terreno sexual, esta distorsión por el poder se traduce en que algunos jefes desarrollan un sentimiento de derecho sexual sobre sus subordinados, creyendo que pueden obtener intimidad como prerrogativa de su cargo. A esto alude la hubris sexual: una especie de “ceguera moral” nacida del poder que hace al directivo sentirse inmune a las normas, con licencia para buscar gratificación sexual sin considerar límites ni consecuencias. El concepto de sexplotación, por otro lado, tiene su origen en la observación de tácticas informales que empleados de menor rango han empleado para ascender o mejorar su situación laboral mediante insinuaciones o relaciones sexuales con superiores. Se trata de una táctica de “micromanipulación” donde el miembro subordinado emplea coqueteos, favores sexuales o comportamientos provocativos para explotar su “capital sexual” en beneficio propio dentro de la organización.

Funciones y consecuencias en las relaciones jerárquicas

Aunque opuestos, hubris sexual y sexplotación cumplen funciones complementarias en el mantenimiento de estructuras de poder desiguales. La hubris sexual funciona como un mecanismo de autoprotección y consolidación del grupo dominante: los altos mandos con esta mentalidad de arrogancia sexual se sienten con derecho a transgredir límites, normalizan entre ellos esas conductas y fomentan una cultura permisiva que protege a los poderosos frente a denuncias. En otras palabras, la hubris sexual refuerza la coalición dominante; directivos con sentimientos de invulnerabilidad tienden a encubrirse unos a otros y a minimizar la gravedad de sus transgresiones, lo que deriva en normas organizacionales tolerantes al abuso e incivilidad. Este ambiente puede cristalizar en lo que Mainiero denomina “clima de opresión”, un entorno donde las víctimas temen hablar y los abusadores no enfrentan consecuencias debido a la connivencia o indiferencia de la alta gerencia.

En términos prácticos, la hubris sexual incrementa la probabilidad de acoso sexual: cuando un jefe se siente intocable y ve las relaciones sexuales como un derecho de su poder, las fronteras del consentimiento se erosionan, surgiendo con mayor facilidad conductas de hostigamiento o coacción (por ejemplo, insinuaciones subidas de tono, invitaciones persistentes pese al desinterés de la otra persona, o incluso avances físicos inapropiados). Mainiero propone formalmente que esta hubris sexual alimentada por el poder está fuertemente vinculada a incidentes de acoso sexual en las organizaciones.

La sexplotación, por su parte, opera como táctica individual de empoderamiento a corto plazo dentro de un sistema desigual. Su función es permitir que quien tiene menor autoridad obtenga recompensas o trato preferencial valiéndose de su atractivo sexual. En entornos donde ciertos hombres en posiciones de mando son susceptibles a la adulación o la seducción, esta estrategia puede parecer una vía rápida para el avance profesional. De hecho, algunos autores han llamado a la sexualidad “el arma secreta” de las mujeres en desventaja jerárquica, aludiendo a que ciertas trabajadoras deliberadamente coquetean o mantienen romances con superiores para romper el techo de cristal y lograr ascensos. En este sentido, la sexplotación desequilibra aún más la meritocracia: cuando el sexo se utiliza como moneda de cambio, otros empleados quedan excluidos del círculo de favoritismo, generando resentimiento y percepciones de injusticia. Los compañeros de trabajo suelen interpretar estas situaciones como una falta de ética y honestidad de la pareja involucrada, socavando la confianza colectiva. En suma, la sexplotación puede dar beneficios individuales temporales, pero a costa de erosionar la moral colectiva, la equidad y la disciplina en la organización. Mainiero postula que la sexplotación es resultado directo de relaciones de poder desequilibradas en las que el sexo se vuelve una herramienta de intercambio, y advierte que los romances “consensuados” que cruzan niveles jerárquicos están intrínsecamente sujetos a acusaciones de manipulación, conflictos de interés, trato injusto e incluso acoso.

Liderazgo pasivo: caldo de cultivo para el silencio e incivilidad

La cultura organizacional juega un papel crucial en cómo se manejan —o se silencian— las conductas sexuales indebidas. Un factor especialmente problemático señalado por Mainiero es el liderazgo pasivo. El liderazgo pasivo se refiere a un estilo de dirección indiferente o evasivo, caracterizado por “mirar hacia otro lado”: los líderes evitan tomar decisiones difíciles, no dan seguimiento a los problemas reportados y se abstienen de intervenir hasta que la situación se ha vuelto insostenible. La inacción desde la cúpula genera normas de silencio: si los empleados perciben que sus jefes no actúan ante conductas indebidas, los perpetradores se sienten impunes y las víctimas asumen que denunciar no servirá de nada.

De esta forma, el liderazgo pasivo alimenta directamente el ciclo de acoso, al permitir que los infractores operen sin consecuencias y que el resto del personal normalice o ignore estas conductas. Diversos estudios correlacionan el liderazgo pasivo con mayores niveles de conflicto interpersonal, incivilidad y bullying en el trabajo. Bajo jefaturas apáticas, pequeñas faltas de respeto pueden escalar gradualmente (“espiral de la incivilidad”), ya que lo que no se condena termina considerándose aceptable, llevando a agresiones cada vez más graves. En entornos hostiles o incívicos, los empleados no se sienten seguros para reportar abusos por miedo a represalias o aislamiento.

Cuando la alta dirección resta importancia al problema —bajo la excusa de la privacidad o de “mientras no afecte al trabajo, no es asunto nuestro”— se sienta un precedente peligroso: hasta que el comportamiento no cruza el umbral legal de acoso evidente, no se actúa. Lamentablemente, para entonces el daño cultural ya está hecho y muchas víctimas han sido obligadas a callar durante años. Mainiero enfatiza que el acoso sexual en una organización es, en el fondo, un problema de liderazgo. Si bien en EE.UU.las leyes obligan a tener políticas contra el acoso y a investigar denuncias, muchos directivos han sido renuentes a establecer políticas claras respecto a las relaciones consensuadas. Este vacío es reflejo de liderazgo pasivo: al no proporcionar directrices ni límites, se deja que las dinámicas de poder sigan su curso, con todos los riesgos ya mencionados.

Políticas organizacionales: privacidad del romance vs. prevención del acoso

Una de las contribuciones prácticas del trabajo de Mainiero es destacar la necesidad de políticas organizacionales explícitas que aborden los romances consensuados en el lugar de trabajo en conjunto con las políticas de acoso sexual. Tradicionalmente, muchos empleadores han sido reacios a “legislar” sobre las relaciones amorosas entre empleados, apelando a la privacidad y al criterio de que “lo que dos adultos consienten en su vida personal no es asunto de la empresa”. Sin embargo, los romances jerárquicos pueden acarrear graves consecuencias para la organización y derivar en casos de acoso si no se gestionan adecuadamente. Por ello, varios expertos abogan por establecer directrices claras para romances en el trabajo, sin invadir indebidamente la intimidad. El objetivo es encontrar un equilibrio: respetar la autonomía de los empleados en su vida sentimental, pero proteger al mismo tiempo a la empresa y al equipo de posibles conflictos de interés, favoritismos, demandas legales o situaciones de acoso. Una medida que se ha propuesto en la literatura son los “contratos de amor” (lovecontracts) o acuerdos de relaciones consensuadas. Estos acuerdos, de carácter voluntario pero formalizado, requieren que las dos partes involucradas en una relación romántica dentro de la empresa informen de ello a Recursos Humanos y dejen constancia por escrito de ciertos compromisos. El fin es prevenir malentendidos y proteger tanto a los individuos como a la organización ante eventuales problemas. Típicamente, un contrato de amor establece que:

  • La relación es consensuada y voluntaria, ajena a cualquier coerción. Ambos integrantes confirman que su romance es bienvenido por ambas partes y no guarda relación con su desempeño o rol profesional. Esto elimina luego la posibilidad de alegar que la relación fue forzada o no deseada.
  • No existe una subordinación directa entre las dos personas (idealmente, no debería haber relación de jefe-subordinado en la misma línea jerárquica). Si la hay, la política puede requerir un cambio de departamento o responsabilidades para mitigar conflictos de interés. De esta manera, se evita que uno influya directamente en las decisiones laborales que afecten al otro.
  • Cualquiera de las partes puede dar por terminada la relación en cualquier momento, sin temor a represalias ni consecuencias laborales adversas. Esto significa que ninguno perderá su empleo ni será penalizado por romper el vínculo romántico, y que el rompimiento no derivará en tratos discriminatorios.
  • Ambos se comprometen a comportarse profesionalmente en el entorno laboral, manteniendo los estándares de conducta de la empresa y evitando situaciones que incomoden a terceros (por ejemplo, muestras excesivas de afecto en público).
  • Se delinean mecanismos de acción en caso de conflicto: por ejemplo, que las disputas derivadas de la relación (incluyendo eventuales acusaciones de acoso tras una ruptura) se resolverán informando a RR.HH. (no hubiera funcionado en elColdplaygate) y, de ser necesario, mediante arbitraje interno, asegurando un proceso justo para ambas partes. Asimismo, se obliga a las partes a notificar a la empresa si la relación evoluciona o termina, de modo que se puedan tomar medidas preventivas si hiciera falta.

Estos acuerdos buscan proteger legalmente a la compañía y aclarar las expectativas. Al firmarlos, los empleados reconocen que entienden las políticas de la empresa y que no habrá tolerancia para el acoso incluso si el romance acaba mal. Un aspecto importante es que tales contratos combinan el respeto a la privacidad con la responsabilidad: la empresa no prohíbe los romances, pero exige transparencia y ciertos límites profesionales para evitar escenarios perjudiciales. De esta forma, se disipa la “confusión” entre un romance mutuo y un posible acoso y se reducen las posibilidades de responsabilidad legal para la organización en caso de que surja una denuncia. Vale señalar que los “contratos de amor” deben complementar, no reemplazar, las políticas de acoso sexual ya existentes. Siguen siendo necesarias políticas fuertes contra el acoso (investigación pronta de quejas, sanciones a infractores, etc.), pero los acuerdos de romance consensuado añaden una capa adicional de prevención en el espacio ambiguo de las relaciones voluntarias.

Además de los contratos de amor, las empresas pueden adoptar políticas de divulgación obligatoria de relaciones: es decir, requerir que cualquier empleado que inicie una relación sentimental con un compañero (especialmente si es su supervisor o subordinado) lo informe confidencialmente a Recursos Humanos. Muchas compañías ya cuentan con códigos de conducta que incluyen este tipo de cláusulas, especificando que la no revelación de un romance conflictivo puede conllevar medidas disciplinarias. La lógica es similar a la de divulgar conflictos de interés financieros: un romance, sobre todo si involucra autoridad directa, es un potencial conflicto de interés personal que la empresa tiene derecho a conocer para gestionarlo apropiadamente. Las políticas de revelación buscan mitigar situaciones de favoritismo e inequidad antes de que ocurran; por ejemplo, la empresa puede reasignar a uno de los dos implicados a otro equipo donde no haya relación jerárquica, protegiendo así la carrera de ambos y la armonía del grupo. Esto no implica invadir la intimidad de los empleados más de lo necesario, sino prevenir daños mayores asegurando cierta separación entre la esfera romántica y la cadena de mando laboral.

Junto con estas políticas formales, Mainiero aboga por un rol más activo del liderazgo y de Recursos Humanos en modelar la cultura organizacional. No basta con establecer normas; los líderes deben monitorear y ajustar los comportamientos cotidianos, promoviendo un clima de respeto y civilidad. Programas de capacitación en civismo y respeto mutuo han demostrado eficacia en reducir la incidencia de conductas sexuales inapropiadas, al aclarar qué comportamientos son aceptables y empoderar a todos los empleados para corregir desviaciones. Por ejemplo, talleres donde el personal define conjuntamente qué constituye trato respetuoso, o simulaciones de dilemas éticos, ayudan a establecer normas culturales positivas.

Casos comparativos

El caso Buchanan en Kohl’s

Imagen: Wall Street Journal.

Hay decisiones que no aparecen en actas de directorio ni en planillas de cálculo, pero que empujan a las compañías a territorios opacos, donde la ética se desliza entre lo privado y lo corporativo.En ese delicado umbral donde la intimidad se cruza con el deber fiduciario, floreció –y luego se desplomó– el caso Ashley Buchanan, el ex CEO de Kohl’s.

Era, en principio, una historia empresarial arquetípica: un ejecutivo de carrera, con trayectoria en Walmart y luego en Michaels, llega a liderar una de las grandes cadenas minoristas de Estados Unidos con la promesa de reinventarla. Pero lo que parecía una apuesta estratégica terminó en una destitución fulminante. Y lo que provocó ese desenlace no fue una catástrofe financiera, sino una relación sentimental cuidadosamente omitida, deliberadamente escondida detrás de contratos, promociones y negocios cruzados.

La historia, por momentos, parece escrita por un novelista con experiencia en compliance. Buchanan había mantenido, desde sus tiempos en Walmart, una relación cercana con Chandra Holt. Ambos se divorciaron en el mismo año, se mudaron juntos a una casa de tres millones de dólares y, sin embargo, ninguno de estos hitos personales apareció en los procesos de disclosure de las compañías en las que trabajaban. En Michaels, donde Buchanan fue CEO, intentó contratar a Holt para un puesto ejecutivo. Ella no aceptó, pero tiempo después, su start-up de cápsulas de café –Incredibrew– comenzó a figurar en los estantes de la cadena. Luego, ya en Kohl’s, la empresa de Holt fue beneficiada con un contrato comercial de alcance nacional, con condiciones tan inusuales que despertaron sospechas incluso entre colegas habituados a los márgenes de la norma.

Y no solo eso: Holt también fue contratada como consultora, con un contrato de varios millones de dólares. Ninguna de estas decisiones fue acompañada por una revelación formal del conflicto de interés. Ninguna fue discutida en los términos transparentes que exige cualquier programa de integridad serio.La pregunta entonces no es solo si Buchanan violó el código de ética de Kohl’s (lo hizo, sin matices: omitió información, generó beneficios indebidos, utilizó su cargo para favorecer a una pareja sentimental sin disclosure). La pregunta más inquietante es por qué creyó que podía hacerlo sin consecuencias.

¿Fue arrogancia, convicción de impunidad, o esa forma de ceguera que a veces produce el enamoramiento en la cima del poder?

La omisión es un lenguaje poderoso. Al no revelar su vínculo con Holt, Buchanan rompió con la cláusula que todo código de ética debería tener escrita en letras gruesas: “Evite incluso la apariencia de un conflicto de interés”.Pero más grave aún fue la pasividad del directorio. Como advierte Beth Kowittde Boomberg, el directorio afirmó haber hecho una investigación exhaustiva y habitual antes de contratarlo. Y, sin embargo, en apenas 72 horas, la prensa y analistas externos destaparon lo que ellos no vieron –o decidieron no ver.

El caso nos obliga a repensar el rol de la debida diligencia no solo como un proceso de validación tipo check-list de compliance, sino como una lectura profunda de la trama humana que habita en cada currículum ejecutivo. Porque los riesgos no siempre están en los balances: a veces están en las camas.

Con sarcasmo involuntario, las acciones de Kohl’s subieron más del 8 % cuando Buchanan fue destituido. Habría sido leído por el capitalismo financiero como un signo de seriedad.Pero el precio de la redención fue alto. Buchanan debió devolver USD 2,5 millones en bonos y Kohl tuvo que cambiar el liderazgo y enfrentar la salida abrupta de la directora Christine Day –quien denunció la cultura opaca del board–, pero el nombre de la empresa quedó asociado a un caso de favoritismo íntimo y negligencia ética.

Este caso presenta semejanzas y diferencias con el Coldplaygate. No se trata de prohibir relaciones sentimentales, sino de comprender sus riesgos estructurales cuando se cruzan con el poder, los contratos y el dinero. Un vínculo romántico entre iguales ya implica desafíos. Pero entre un CEO y una contratista –a quien se otorgan millones sin control cruzado– no hay romanticismo posible. Aun cuando fueran las mejores condiciones para la empresa, cualquier observador podría argumentar la captura y el interes en una relación que, en el sentido más clásico, presenta indicios de corrupción.

¿Y si hubiera sido una PyME?: El doble estándar del poder privado

Imaginemos un escenario paralelo: no se trata de Andy Byron, CEO de una empresa respaldada por fondos de inversión y con presencia pública, sino de un empresario mediano, dueño de una firma familiar o de una consultora boutique. Asiste a un concierto con su directora administrativa —que también es su empleada—, y el Jumbotron los enfoca abrazados. Alguien graba el momento y lo sube a TikTok. El video se viraliza localmente. ¿Qué cambia?

En primer lugar, cambia el contexto institucional y el umbral de accountability. A diferencia de los CEOs de empresas con directorio, accionistas y prensa encima, los dueños de PyMEs suelen tener un control más centralizado de la toma de decisiones y menor exposición pública. No rinden cuentas a un directorio, ni tienen áreas de compliance sofisticadas ni políticas de integridad estructuradas. Son, en muchos casos, soberanos absolutos en su entorno empresarial.

Desde esa lógica, lo más probable es que el episodio hubiera sido absorbido como un chisme local o un escándalo menor, sin consecuencias estructurales. No habría habido una cascada de posteos corporativos, renuncias formales ni debates mediáticos sobre acoso o ética. Tampoco se habría activado un aparato de relaciones públicas ni una campaña de “control de daños”.

Pero eso no implica que la situación sea menos problemática: el hecho de que no se visibilice no significa que no dañe. En muchos entornos PyME —donde el clima laboral depende del humor del dueño y los vínculos suelen ser más informales— este tipo de relaciones desiguales puede derivar en una cultura de favoritismos, rumores y desconfianza, que erosiona la cohesión interna sin necesidad de escándalos mediáticos.

Peor aún, en ausencia de estructuras formales de gobernanza, las víctimas de un eventual abuso de poder —si la relación laboral-romántica se torna coercitiva o conflictiva— no tendrían a quién acudir. Recursos Humanos suele ser inexistente o simbólico, y denunciar al jefe puede equivaler a perder el trabajo.

Por eso, el Coldplaygate también debe ser leído en clave PyMEs: que el escándalo no se viralice no significa que el riesgo no exista. Las relaciones de poder en entornos laborales jerárquicos, incluso cuando se visten de intimidad consensuada, deben ser gestionadas con cuidado ético y claridad normativa. Las PyMEs, por más pequeñas que sean, no están exentas de responsabilidad.Y dado que en muchas regiones de América Latina las PyMEs representan el grueso del empleo formal, no pueden quedar al margen de la conversación sobre ética, compliance y relaciones laborales responsables.La diferencia, en todo caso, no es de esencia, sino de escala y visibilidad. Si el Coldplaygate sucediera en una PyME, no habría titulares ni apuestas en Polymarket, pero podrían existir las mismas heridas internas, las mismas percepciones de injusticia, y quizás, una impunidad más duradera.

Reflexión y cierre

Viva La Vida

Coldplay: Viva La Vida forma parte del álbum Viva La Vida o Death and All His Friends, lanzado en 2008 (escucha el álbum en https://smarturl.it/coldplayviva)

I used to rule the world (Yo solía gobernar el mundo)

Seas would rise when I gave the word (Los mares subían cuando yo lo ordenaba)

Now in the morning I sleep alone (Ahora por la mañana duermo solo)

Sweep the streets I used to own (Barro las calles que solía poseer)

I used to roll the dice (Yo solía tirar los dados)

Feel the fear in myenemy'seyes (Sentía el miedo en los ojos de mi enemigo)

Listened as the crowd would sing (Escuchaba la multitud mientras cantaba)

Now the old king is dead! (¡Ahora el viejo rey ha muerto!)

Long live the king! (¡Larga vida al rey!)

Hubo un tiempo —no tan lejano, apenas unos segundos antes de que la cámara del Jumbotron los enfocara— en que Andy Byron y Kristin Cabot ejercían, en sus dominios corporativos, una forma tranquila pero absoluta de soberanía. Él era el CEO, con mando sobre la estrategia y el futuro de Astronomer. Ella, la directora de Recursos Humanos, custodia de la cultura interna. Ambos, en apariencia, encarnaban la cima del liderazgo en una empresa de alto perfil en el competitivo mundo de los datos.

Viva La vida” formó parte de la setlist del concierto de Coldplay aquel fatídico 16 de julio, un rato antes de que el Jumbotron inmortalizara 15 segundos virales. El esplendor puede disolverse en un instante. “Revolutionarieswait / For my head on a silverplate” canta la voz de Coldplay, anticipando el veredicto popular, ese juicio sin derecho a defensa que en la era digital opera en tiempo real, con algoritmos como jurado y hashtags como condena.

La imagen de ambos abrazados, proyectada ante miles de asistentes en el estadio y millones de espectadores online, se volvió símbolo de algo más grande: el colapso súbito del privilegio no vigilado, del poder sin autorreflexión. Como en la caída del monarca de Viva la Vida, el “rey” que gobernaba un imperio sin rendición de cuentas, lo que en otro contexto habría sido un momento íntimo —hasta banal— se volvió evidencia de transgresión pública.

"For some reason I can't explain / Once you'd gone there was never / Never an honest word / And that was when I ruled the world..."

La canción, escrita como lamento de alguien que lo tuvo todo y lo perdió sin comprender por qué, resuena como espejo de lo ocurrido. No porque el CEO o la jefa de RR.HH. sean villanos de tragedia clásica, sino porque su historia refleja con crudeza una paradoja moderna: quienes lideran organizaciones tecnológicas —que modelan algoritmos, construyen redes y optimizan datos— parecen haber olvidado que ellos mismos también están expuestos a esos sistemas.

Su historia no es solo una fábula moral sobre –aparente– infidelidad y relaciones de poder asimétricas. Es también una advertencia sobre las nuevas reglas del escrutinio público, donde la transparencia, más que una virtud, es una condición necesaria para el rol.Y así, Viva La Vidase vuelve banda sonora de una caída anunciada.

"I hear Jerusalem bells a-ringing / Roman cavalry choirs are singing / Be my mirror, my sword and shield..."

En la épica de Coldplay, el líder caído canta no solo su pérdida, sino su necesidad de redención. En la historia de Astronomer, esa redención solo podrá llegar si las organizaciones aprenden —de una vez por todas— que el poder exige límites y que ética es una cultura vivida.

Capítulo final

En el video que detonó la crisis de Astronomer, no hay pruebas de ilegalidad ni evidencia de que el vínculo fuera no consensuado. Sin embargo, al tratarse del CEO y la directora de Recursos Humanos —figuras clave en el poder institucional—, el carácter íntimo de la escena bastó para activar asociaciones con favoritismo, abuso de poder y conflicto ético. El contexto laboral se filtró en la lectura social del evento, desplazando cualquier defensa de la privacidad.

Este fenómeno exige repensar el estándar de accountability que recae sobre los líderes. Por un lado, quienes dirigen organizaciones deben aceptar que su conducta pública es, en cierto modo, inseparable de su rol profesional: la confianza que inspiran está anclada a su integridad percibida. Como observa la literatura sobre "liderazgo ejemplar", los líderes corporativos no solo gestionan negocios: encarnan valores. Por tanto, no sorprende que la ciudadanía —clientes, empleados, inversionistas— espere de ellos una coherencia ética incluso fuera del entorno laboral.

Por otro lado, esa expectativa debe equilibrarse con el derecho fundamental a la intimidad y al debido proceso. Convertir cualquier imagen viral en un veredicto implica una forma de justicia performativa, donde la condena social precede a cualquier análisis institucional riguroso. Esta lógica de linchamiento digital —alimentada por algoritmos que priorizan lo emocional y lo escandaloso— erosiona la posibilidad de matices, arrepentimientos o explicaciones. En suma, deshumaniza.

En el Coldplaygate, ni Andy Byron ni Kristin Cabot cometieron una falta legal explícita —al menos no públicamente documentada—, pero la presión del juicio social obligó a ambos a abandonar sus cargos. ¿Fue esta una victoria de la ética corporativa o una capitulación ante el escrutinio incontrolable de las redes? La respuesta no es sencilla. La viralidad instala un dilema ético moderno: lo que es legalmente privado puede convertirse en políticamente insostenible si erosiona la confianza en el liderazgo.

Dice Luciano Elizalde, investigador en Comunicación de crisis y Asuntos públicos de la Universidad Austral, que las organizaciones delimitan ciertas conductas morales cuando definen ciertos valores y construyen una cultura. A partir de esto, se colocan en el derecho de apartar a alguien por ciertos comportamientos, internos o externos. Lo importante, según Elizalde,es entender la ubicación de la conducta en el espacio público-privado. La conducta está originada en un espacio de intimidad, lo que permite que alguien defienda derechos de ocultamiento, mientras que otros puedan exigir obligaciones de ocultamiento. Al transformar esta conducta ‘íntima’ en una conducta ‘publicitada’, la organización a la que pertenecían asume que tiene el derecho de mostrarse incómoda ante la conducta expresada. La diferencia entre ‘lo permitido’ y lo ‘no permitido’, sigue Elizalde, se origina en diferentes formas sociales en las que participa el CEO y su directora de RRHH: en ellos como personas, en la organización a la que pertenecen, en la comunidad que enjuicia el hecho, incluso, en el derecho civil. Son todas expresiones culturales, aunque pueden ser contradictorias.

Por eso, las organizaciones deben anticipar estos escenarios con protocolos claros sobre conflictos de interés, gobernanza del comportamiento extralaboral de sus ejecutivos y comunicación de crisis. Y como sociedad, debemos preguntarnos si estamos dispuestos a aceptar que la visibilidad pública implica una renuncia parcial al derecho a equivocarse en lo privado. Porque cuando todo puede ser grabado, todo puede ser juzgado. Y en ese juego, muchas veces, se pierde la posibilidad de discernir.

El Coldplaygate no es, en esencia, una historia de infidelidad ni de liderazgo cuestionado. Es un espejo de nuestra ansiedad colectiva, de nuestra pulsión por vigilar y castigar en tiempo real. Y si las organizaciones no comprenden esta lógica, están condenadas no solo a gestionar crisis, sino a vivir en ellas.

En la intersección entre la intimidad y el poder organizacional, el romance laboral consensuado y el acoso sexual representan realidades diametralmente opuestas pero a veces entrelazadas. No es suficiente con condenar el acoso sexual en abstracto, sino que debemos atender las condiciones que lo propician. Entre esas condiciones, destacan los desequilibrios jerárquicos y la ausencia de controles adecuados: en ese vacío florecen la hubris sexual de quienes ostentan autoridad sin rendir cuentas, y la sexplotación por parte de quienes ven en la seducción una vía para sortear la subordinación. Estos dos fenómenos contribuyen a consolidar círculos viciosos de abuso y manipulación, erosionando los valores éticos en las organizaciones. Un liderazgo pasivo o negligente actúa como catalizador de estas dinámicas nocivas, al permitir un clima donde impera el silencio, la incivilidad y la impunidad. Las empresas deben adoptar políticas de romance consensuado paralelas a las de acoso sexual, por más que ello suponga navegar sensibilidades de privacidad. La tolerancia al abuso ya no es una opción viable. Se requiere establecer límites claros y mecanismos de transparencia para las relaciones en el trabajo, de modo que el poder no pueda ejercerse sin control en el ámbito íntimo. Igualmente, es crucial promover unmensaje fuerte y consistente desde la alta dirección contra el acoso, acompañado de acciones tangibles: programas de capacitación, evaluaciones periódicas del clima laboral, canales confidenciales para denunciar, y una protección activa a quienes alcen la voz.

En síntesis, equilibrar la privacidad del romance consensuado con la prevención del acoso sexual es posible y necesario. Las organizaciones deben dejar atrás la complacencia: no se trata de inmiscuirse en la vida personal de los empleados, sino de reconocer que las relaciones de poder impregnan todas las interacciones humanas, incluso las románticas. Al afrontar esta realidad con políticas justas y liderazgo ético, las empresas pueden fomentar entornos donde el respeto prevalezca. La meta final es cultivar una cultura en la cual ningún trabajador tema consecuencias por enamorarse, pero también nadie pueda escudarse en un romance para explotar o acosar. Es hora de que las empresas actúen de manera proactiva para erradicar el acoso sexual y gestionar responsablemente los romances en el lugar de trabajo. Solo así podremos avanzar hacia organizaciones más seguras, equitativas y dignas para todos sus integrantes.

Referencias

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Elizalde, L. (2025, July 22) Post | LinkedIn. (n.d.). https://www.linkedin.com/posts/lucianoelizalde_el-impacto-de-lo-p%C3%BAblico-sobre-lo-privado-activity-7352293486483709953-6QJH/

Herzlich, T. (2025, July 21). New Astronomer CEO breaks silence on Coldplay “kiss cam” scandal — gushes AI firm now a “household name.” New York Post. https://nypost.com/2025/07/21/business/new-astronomer-ceo-breaks-silence-on-coldplay-kiss-cam-scandal/

Koebler, J. (2025, July 17). The Astronomer CEO's Coldplay Concert Fiasco Is Emblematic of Our Social Media Surveillance Dystopia. 404 Media. https://www.404media.co/the-astronomer-ceos-coldplay-concert-fiasco-is-emblematic-of-our-social-media-surveillance-dystopia/

Kowitt, B. (2025, May 15). ¿Los CEO pueden tener realmente una vida privada? Bloomberg Línea. https://www.bloomberglinea.com/opinion/pueden-los-ceo-tener-realmente-una-vida-privada/

La Nacion (2025, July 19). La determinante decisión que tomó el CEO Andy Byron tras la kiss-cam en el concierto de Coldplay. https://www.lanacion.com.ar/estados-unidos/la-determinante-decision-que-tomo-el-ceo-andy-byron-tras-la-kiss-cam-en-el-concierto-de-coldplay-nid19072025/

Lisa Mainiero; Workplace romance versus sexual harassment: a call to action regarding sexual hubris and sexploitation in the #MeToo era. Gender in Management: An International Journal 8 June 2020; 35 (4): 329–347. https://doi.org/10.1108/GM-11-2019-0198

Mahdawi, A. (2025, July 22). Obsessed with the Coldplay kiss cam story? I was too, until I realised the sinister truth at the heart of it. The Guardian. https://www.theguardian.com/commentisfree/2025/jul/22/coldplay-kiss-cam-ceo-hr-story-sinister-truth

Rennolds, N., & Edmonds, L. (2025, July 28). Here’s how Astronomer used Hollywood to turn a viral disaster into a marketing win. Business Insider. https://www.businessinsider.com/astronomer-coldplay-viral-video-gwyneth-paltrow-ryan-reynolds-maximum-effort-2025-7

Romance in the workplace: Risks and solutions | Legal Blog. Thomson Reuters Law Blog. https://legal.thomsonreuters.com/blog/romance-in-the-workplace-risks-and-solutions/

'THE DAILY CORPORATE GOVERNANCE REPORT’ (for public company boards, the C-suite and GCs) | LinkedIn. (2025, May 12). https://www.linkedin.com/pulse/daily-corporate-governance-report-public-company-boards-silver-eqrbe/

The Wall Street Journal en Instagram: “Kohl’s fired its chief executive Ashley Buchanan after it discovered he had instructed the retailer to enter into a ‘highly unusual’ business deal involving a woman with whom he has had a romantic relationship, according to people familiar with the situation.⁠ Buchanan declined to comment.⁠ A Kohl’s board investigation found that Buchanan violated the company’s code of conduct in two instances with a vendor with whom he had a personal relationship and whom it didn’t name, according to a regulatory filing.⁠ Reporters: Suzanne Kapner and Sarah Nassauer. Host/Producer: @juliamunslow.” (n.d.). Instagram. https://www.instagram.com/reel/DJJ2ezGO-F5/?igsh=MXBveDZwMWg4dWRndg%3D%3D

Wilson, J. y Ford J. (2024, July 15). Is it Legal to Record and Publish Live Performances? Key Considerations for Content Creators and Concert Goers. Romano Law. https://www.romanolaw.com/is-it-legal-to-record-and-publish-live-performances-key-considerations-for-content-creators-and-concert-goers/

Yahoo News. (2025, May 21). Married Kohl’s CEO affair with a Walmart exec was a dirty little secret. When it was exposed, it upended retail. https://www.yahoo.com/news/married-kohl-ceo-affair-walmart-132129442.html

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